35. Cartas que no envie.
La tía dejó el mate en la mesa y se fue al patio con el perro, como si entendiera que necesitaba quedarme a solas con mis pensamientos. El ruido del portón al cerrarse atrás de ellos dejó la casa en un silencio que no era silencio, sino una invitación a revisar lo que había evitado durante días. Me quedé frente a una pila de papeles viejos, un cuaderno de tapas gastadas y la necesidad urgente de hablarle a alguien que quizá nunca iba a leerme. Le escribí porque no sabía cómo decirle nada en voz alta, ni siquiera a su fantasma.
Abrí el cuaderno en una página limpia. La lapicera tembló un poco antes de tocar el papel. Empecé por lo que más me costaba aceptar
Carta 1.
“Fran: no sé si estás vivo o si la ciudad se guardó tu nombre para sí. Me enojo cuando pienso que me mentiste, y me ablando cuando recuerdo cómo me sacaste del fuego. Hay días en los que juro que voy a olvidarte, pero después recuerdo tu voz diciendo mi nombre como si fuera una contraseña. En la plaza del pueblo pintaron de