33. La ciudad que ya no existe
Volví al pueblo con un bolso, mi perro y una promesa que me dolía en los dientes, como si cada vez que pensaba en ella me crujiera la mandíbula. La carretera parecía más estrecha que cuando me fui, como si los árboles hubieran decidido cerrarse sobre el camino para impedir que regresara. Ellos no habían cambiado, pero yo sí. Todo en mí era nuevo y viejo al mismo tiempo: un cuerpo que volvía, pero un alma que seguía allá, atrapada entre ruido y ceniza.
La estación vieja seguía oliendo a pan por la mañana, a humo de leña y a tierra mojada después de las cuatro, cuando el aire empezaba a enfriarse. Las caras que se asomaban por las ventanas eran casi las mismas de siempre, apenas arrugadas por el tiempo. Las preguntas también eran las de siempre: ¿por qué volví?, ¿por qué sola?, ¿qué pasó? Nadie las formulaba en voz alta, pero el pueblo hablaba incluso cuando callaba.
La casa de mi tía estaba igual que la última vez que la había visto: techo de chapa que vibraba con el viento, macetas al