34. El eco del archivo

Fran.

Llegué al pueblo por la ruta secundaria, con un nombre de mentira y la verdad clavada detrás de los ojos como una astilla que no podía sacar. Conducir entre curvas y pastizales me dio la falsa idea de que avanzaba hacia un lugar seguro, pero sabía que no existía tal cosa. Me alojé en una hostería donde todavía anotan en un cuaderno amarillo y firman con birome, como si el tiempo hubiera quedado detenido treinta años. La dueña, una mujer de anteojos gruesos y sonrisa cansada, me preguntó si venía por trabajo o por familia.

—Por lo que quede —respondí.

No preguntó más. Ese era el tipo de pueblo donde las respuestas medio dichas eran suficientes.

Apenas dejé mi bolso, fui a buscar a mi contacto local: un técnico jubilado de la empresa eléctrica municipal. Un hombre de manos grandes, uñas manchadas de grasa y ojeras viejas, de esas que cuentan historias enteras sin decir una palabra. Todavía arreglaba radios por gusto, como si desarmar aparatos fuera la única manera de entender el
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