32. Sin señales

Me desperté con la boca llena de sangre y el oído izquierdo zumbando como si tuviera un enjambre atrapado adentro. El olor a humo formaba una especie de pared espesa entre mí y cualquier recuerdo claro. Sabía mi nombre. Sabía el suyo. Sabía que ella había estado conmigo segundos antes del estallido, pero no sabía cuánto tiempo llevaba atrapado bajo aquel pedazo de cielo derrumbado ni si todavía era de noche o ya había amanecido.

Me arrastré entre restos de cemento, vidrios y algo que antes quizá había sido una lámpara. Llegué a lo que quedaba del pasillo, aunque ya no tenía forma de pasillo: era una grieta torcida que se abría hacia un depósito. La explosión había devorado medio piso y escupido cables colgando, papeles chamuscados, pedazos de mesa y manchas negras en las paredes. Me aferré a una viga para ponerme de pie, tambaleándome. Entonces lo escuché: un ladrido. Muy lejos, muy débil. ¿O lo había soñado?

—Mile —murmuré, pero el aire me devolvió un sabor metálico y un silencio que
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