30. A punto del ruido

Volvimos a la agencia sin hablar en todo el trayecto.

El auto se movía por la ciudad como si esta respirara en nuestra contra.

Las calles estaban demasiado limpias, demasiado silenciosas para ser un lunes.

A veces el silencio no es paz, sino advertencia.

El ascensor se sintió más pequeño que nunca.

Cada piso que subía era un recuerdo que pesaba.

El zumbido del motor parecía una cuenta regresiva.

Fran apretaba los labios, sin mirarme.

Yo solo escuchaba mi propio corazón, golpeando como si quisiera escapar.

—¿Estás segura? —preguntó él, apenas audible.

—No —respondí—. Pero igual voy.

Cuando las puertas se abrieron, la oficina estaba vacía.

Demasiado vacía.

Los escritorios parecían abandonados a la prisa, los vasos de café seguían en su lugar, y las luces frías dibujaban sombras largas sobre el suelo.

Todo olía a algo que ya había pasado.

Encendimos el sistema. Las pantallas despertaron una a una, como ojos que no querían mirar.

En la carpeta principal había un solo archivo: “Proyecto M
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