El portón de hierro se abrió despacio. El coche subió la cuesta flanqueada por árboles altos. Al final, apareció la casa: una mansión grande, de piedra clara, con ventanas que daban al mar. Horus la había comprado hacía tiempo, pensando en este momento.
– Bienvenida a casa, Senay, – dijo Horus, su mano fuerte sobre la de ella.
Senay sintió algo en el pecho, pero trató de estar tranquila. Era la casa de él, sí, pero ella la haría suya poco a poco. Salieron del coche. Olía al mar y a pino.
Al entrar, la casa estaba en silencio. Una mujer los esperaba. Era Ceylin.
Ceylin era una señora de pelo canoso, recogido con cuidado. Su cara, con arrugas de muchos años, era amable, pero sería. Había cuidado de Horus desde que era un niño. Conocía la casa y a Horus mejor que nadie. Se acercó a Senay y la miró con cariño de madre. Había oído mucho sobre ella, pero verla allí, tan joven y tan inocente, la enterneció.
– Señora Senay, – dijo con voz dulce. – Es un placer tenerla aquí. Soy Ceylin. He tra