La noche se consumía lentamente en la sala de espera del hospital. El ambiente era estéril, frío, con la luz fluorescente zumbando sobre sus cabezas. Horus estaba sentado como una estatua, su traje formal ahora arrugado y manchado, contrastando con la ropa casual de Elif, que estaba acurrucada en una silla, sollozando en silencio.
La primera en llegar fue Vittoria. Entró corriendo, su rostro pálido y lleno de angustia. Al ver a Elif, la abrazó de inmediato, brindándole el consuelo físico que Horus, en su estado de shock controlado, era incapaz de dar.
Minutos después, Nicolai apareció. Su presencia era un ancla. Vio el estado de Horus, las manchas de sangre en su ropa, y la gravedad de la situación. Se acercó y solo preguntó, con voz grave:
—¿Qué se sabe?
—Nada —respondió Horus con la voz áspera. La simple palabra era una pared de frustración y desesperación.
Nicolai se quedó junto a él, una presencia silenciosa pero fuerte. La sala de espera se había convertido en un campo de batalla