La tensión, esa capa fría que había cubierto la mansión de Malibú durante toda una semana, estaba bajando poco a poco. No se había ido del todo, pero ya no era un muro de hielo, sino una niebla que comenzaba a disiparse con la luz del sol.
Los días pasaban en un silencio cómplice. Horus y Senay no hablaban del bebé, de la pérdida ni de la tristeza. No se atrevían a nombrar la herida, pero se cuidaban con pequeños gestos que solo ellos entendían. Era un pacto silencioso de supervivencia. .
Senay, que había estado inmóvil y pálida en la cama durante los primeros días, se había puesto de pie. Al principio, solo daba paseos cortos por la habitación o se sentaba en la terraza a mirar el mar, con los ojos vacíos. Pero lentamente, había vuelto a sus cosas.
Un día, la señora Miller, la enfermera, la encontró instalada en el estudio con un gran bloc de papel y lápices de colores. Senay se había refugiado en el dibujo, su vieja pasión. No hacía dibujos alegres, sino líneas oscuras y figuras abs