La tarde cayó suavemente sobre Los Ángeles, pero la calma en la mansión de Malibú era superficial. La tensión, aunque baja, no había desaparecido, solo se había transformado. Ahora era una duda molesta, un zumbido de fondo causado por un simple ramo de rosas blancas.
Ese día, Senay salió de la mansión por primera vez desde que había regresado del hospital, sin contar el paseo al jardín. Fue a almorzar con su hermana, Elif, y su mejor amiga, Vittoria. El lugar era un restaurante discreto cerca de la playa, alejado de las miradas curiosas.
El ambiente de amigas era un pequeño consuelo, una burbuja de normalidad. Hablaron de todo lo que había sucedido, la frialdad de Dilara, la calidez del abuelo Selim, el silencio lúgubre de la casa de Malibú y el agotamiento de Horus. Hablaron del dolor, del vacío que Senay sentía, y cómo el dibujo se había convertido en su único escape.
Vittoria, con su pragmatismo habitual, le sirvió un vaso de agua.
—Tienes que comer, Senay. Si no te cuidas tú, ¿qu