En un departamento perdido en los suburbios, lejos de la opulencia de la familia Arslan, Ahmed abría los ojos. El lugar era lúgubre, sin personalidad, y estaba inundado por un aroma a desinfectante y especias baratas, una combinación que prometía limpieza superficial sobre una suciedad profunda. El colchón donde yacía era duro y el sudor frío le empapaba la ropa.
Su visión estaba borrosa y le costaba enfocar el techo bajo. Cuando finalmente logró distinguir las figuras de la habitación, el ruido de la calle —cláxones, gritos distantes, el rugido de autobuses viejos— provocaron que su cabeza quisiera estallar. Era una migraña punzante, el castigo por su reciente caída en la paranoia y la desesperación. Intentó llevarse una mano a la sien, pero descubrió que estaba atado a la cama con correas de cuero fino, lo suficiente para inmovilizarlo sin dejar marcas obvias.
Un hombre robusto y de traje oscuro lo observaba desde la puerta en silencio. Su rostro era una máscara de indiferencia. Par