En Estambul, el abuelo Selim Hassan, estaba en su oficina. Acababa de hablar con su nieta, Senay, y el informe sobre el "robo" en su estudio de Los Ángeles lo había puesto en un estado de alerta máxima. Selim era un hombre que sabía leer las entrelíneas; él sabía que su nieta jamás exageraba un problema, y que la palabra "robo" era a menudo un código para algo mucho más siniestro. Su intuición de patriarca le decía que la seguridad de Senay estaba comprometida.
Llamó de inmediato a su hijo, Levent, el padre de Senay. Levent era un buen hombre, pero débil ante la manipulación de su esposa.
—Levent, necesito que vengas a verme ahora mismo. Y ven solo —ordenó Selim, con un tono que no admitía dilaciones.
Levent llegó a la oficina minutos después, con el ceño fruncido y una palpable preocupación en el rostro. Había sentido que algo andaba mal desde la Gala, pero su esposa, Yasemin, lo había mantenido ocupado con los problemas de imagen en Estambul.
—Padre, ¿qué pasa? ¿Tiene que ver con Se