El amanecer en el reino de Theros llegó cubierto de neblina. La luz entraba pálida por los ventanales del ala este del palacio, donde las sombras aún susurraban secretos de la noche anterior. En su habitación, Lady Violeta Lancaster—o más bien, Emma, atrapada en su cuerpo—se despertó con la sensación de que la realidad la estaba envolviendo con hilos cada vez más tensos. La visita de la reina madre, el acercamiento del príncipe, los rumores que crecían como hiedra venenosa… todo se juntaba en su mente como un torbellino.
Emma se levantó y caminó descalza sobre el mármol frío. Se sentó frente al tocador, donde la doncella había dejado una bandeja con frutas frescas, pan de avena y una infusión de pétalos. No tenía apetito, pero tomó la taza entre sus manos y dejó que el calor le calmara el temblor invisible que sentía en la espalda.
—No quiero enamorarme de él —susurró, como si las paredes pudieran hacerle eco.
Porque no era sólo que estuviera viviendo una novela. Era que ahora, en esta