La noche había caído con una pesadez inusual sobre el Palacio de Theros. Las antorchas, usualmente vibrantes, ardían con menos fuerza, como si hasta el fuego temiera lo que se avecinaba. Entre las sombras que recorrían los corredores y las puertas cerradas a cal y canto, una figura delgada, vestida con una capa marrón gastada, se deslizaba con la precisión de alguien que no deseaba ser visto.
Era Giselle, la doncella personal de Lady Violeta Lancaster.
Hacía semanas que el miedo se había instalado en su pecho. Desde que vio con sus propios ojos el papel sellado con el símbolo de la Reina Madre que había ordenado una investigación secreta. Desde que escuchó nombres susurrados a escondidas, nombres que no debían pertenecer a ninguna conversación inocente: el de Lady Violeta, el del Príncipe Leonard, y, más recientemente, el de Arabella Devereux.
Giselle había servido a Lady Violeta por años, incluso antes de que Emma despertara en su cuerpo. Conocía sus gestos, sus silencios, y sobre tod