La Corte Real de Theros se encontraba reunida. El Salón de los Espejos, aquel espacio marmóreo de techos dorados y candelabros centelleantes, estaba colmado de nobles, consejeros, y rostros expectantes. La reina madre Isolde presidía la sesión con la rigidez de una estatua sagrada, mientras el príncipe Leonard, de pie a su derecha, lucía más serio que de costumbre. A su izquierda, en uno de los asientos laterales, se encontraba lady Violeta Lancaster, silenciosa, serena, con el corazón latiendo como un tambor en guerra.
Desde hacía semanas se murmuraban cosas: intentos de sabotaje, venenos, objetos marcados, traiciones. Pero nunca, nadie, había tenido el valor de levantar la voz en medio de la Corte. Hasta ese día.
Las puertas del salón se abrieron con un golpe seco.
Un hombre de ropas humildes, rostro enjuto y barba descuidada, se arrodilló con un estruendo frente a la sala.
—¡Yo! —gritó— ¡Fui yo quien colocó la daga bajo las sábanas de Lady Violeta Lancaster!
El silencio fue tan abso