Las puertas del castillo de Aiglenor se cerraron con un golpe seco, ocultando dentro un consejo secreto, formado por rostros olvidados y nombres borrados de los registros oficiales. Elian Thorne había muerto, pero su sombra aún merodeaba en los ecos del palacio. Y Arabella Devereux, sentada en el trono prestado del norte, tejía alianzas como quien borda un estandarte para la guerra.
Frente a ella, Dorian Vellacourt, exiliado años atrás por traición al trono de Theros, inclinaba la cabeza con una sonrisa afilada.
—No creí que volvería a pisar estas tierras como un aliado —dijo él—. Pensé que moriría en las catacumbas de Zern.
—Y aún puedes hacerlo —replicó Arabella sin emoción—. Pero si cumples tu palabra, quizá tengas un asiento en el nuevo orden.
—¿Y tú? ¿Dónde estarás tú en ese orden?
Arabella se alzó lentamente. Sus manos, cubiertas con guantes oscuros, sostuvieron una rosa negra que había arrancado del jardín helado esa misma mañana.
—Donde Violeta caiga. Ahí florecerá mi victoria