Mansión Salvatore, Lago de Como — Cuatro meses y medio después de Venezuela
El invierno italiano se había ido derritiendo como azúcar en el café, y ahora el lago brillaba con ese azul profundo de primavera que solo existe aquí, cuando los Alpes todavía tienen nieve en las cumbres pero el sol ya calienta lo suficiente para abrir las ventanas francesas de par en par.
Yo estaba de treinta y dos semanas exactas.
La barriga ya no era “barriguita”: era una pelota perfecta, dura, que se movía sola cada vez que la niña decidía estirarse o dar pataditas como si estuviera bailando merengue dentro de mí. Los médicos decían que todo iba bien, pero “con cautela”: presión un poquito alta, algo de retención de líquidos, y la cicatriz del sangrado anterior que todavía me recordaba que esta niña llegó peleando desde el primer día. Reposo relativo, caminatas cortitas por los jardines, y nada de estrés.
Doña Adriana —mi suegra, mi segunda madre, la reina absoluta de esta casa— había convertido l