KOSTAS.
No puedo soltarla. No quiero. La abrazo, pero la posesión no es suficiente.
Me levanto de golpe, alzándola sin esfuerzo. Ella suelta una risa, un sonido puro que rompe la pesadez de la noche. Se aferra a mi cuello, sus piernas rodeando mi cintura.
—Vaya —dice, con la cabeza echada hacia atrás, mirándome con una sonrisa pícara—. Eres un mafioso caballero.
Mis labios encuentran su cuello.
—Solo contigo, Leona. Solo contigo me permito ser algo más que un animal.
Ella suspira, apretándome más fuerte.
—¿Adónde me llevas?
—Al único lugar donde no existe Herodes, ni Mancine, ni fuego. Donde solo existimos tú y yo.
—Me gusta ese lugar —susurra.
La dejo caer con suavidad en el centro de la cama, la seda fría. Me pongo sobre ella, mi peso una promesa, no una amenaza.
—Ahora dime, ¿qué hace una Leona cuando su mafioso caballero la trae a su guarida?
Ella me sonríe, y el brillo en sus ojos es más peligroso que cualquier arma que haya visto esta noche.
—Lo devora. Lentamente.
Y con esa pal