MELISA
Despierto lentamente. La seda es fría contra mi piel, pero siento una fuente de calor intensa y familiar presionada contra mi espalda. Es un calor firme, puro músculo, innegablemente masculino.
Me volteo con lentitud. Ya sé que es él.
El rostro de Kostas está a centímetros del mío. Sigue profundamente dormido, con el cabello oscuro cayéndole sobre la frente. En el silencio de la mañana temprana, con la luz tenue apenas filtrándose, su mandíbula luce relajada, sus labios entreabiertos. Es un rostro pasible, casi inocente, desprovisto de toda la tensión y la frialdad que carga durante el día.
Lo observo. Mi corazón late en un ritmo lento y seguro. La incredulidad me golpea con fuerza. No puedo creer que ese rostro, que ahora luce tan inofensivo y tranquilo, sea tan destructivo. Ese hombre, el que quemó un club y que decide quién vive y quién muere, ahora duerme a mi lado como un niño.
¿Cómo puede ser tan peligroso y a la vez ser mi único refugio?
Lo toco suavemente, trazando la l