MELISA
Kostas me guía a través de un pasillo que no reconozco. Es una zona privada, lo sé por el silencio sepulcral, por la ausencia de gente y por la mirada de sus hombres, que caminan unos pasos detrás de nosotros. Su mano en mi espalda me dirige con una firmeza que no admite objeciones, pero no siento miedo. Siento una extraña curiosidad, una emoción que me atrevo a llamar confianza.
—¿Adónde vamos? —pregunto en voz baja, mi voz apenas rompe el eco de nuestros pasos.
Él no se detiene, pero su sonrisa me llega al oído.
—Déjate sorprender —me dice, y su voz me tranquiliza.
De repente, un sonido lejano rompe el silencio. Es un golpe seco, un estruendo, un trueno que retumba en la distancia. No sé qué es, pero la incertidumbre me revuelve el estómago. Kostas no se inmuta. Sigue caminando, y yo lo sigo a ciegas, sabiendo que, con él, la sorpresa puede ser algo que nunca he visto en mi vida.
Subimos una escalera metálica, mis zapatos resonando en el metal a cada paso. Él se detiene frent