KOSTAS
Me siento aquí, en mi burbuja de cristal, observando el caos que yo mismo he orquestado. El whisky se desliza por mi garganta como un fuego frío que, maldita sea, no apaga nada.
A través del vidrio polarizado, veo la masa. Cuerpos apilados, sudorosos, moviéndose al ritmo brutal del bajo. Beben, ríen con la boca abierta, buscan las pastillas o el polvo que les prometa tres horas de falsa libertad. Son un rebaño bajo mi techo, y su frenesí debería ser un alivio, una distracción.
Pero yo no estoy aquí.
Intento concentrarme en el hielo que tintinea en mi copa, en el sabor amargo que me quema la lengua. Es inútil. Mi mente está atrapada en otra parte, dando vueltas en un bucle que no tiene fin.
El recuerdo de Melisa es un golpe seco en el pecho que me roba el aire. Pienso en ese beso. No fue un error, fue un jodido atajo a la destrucción. Pienso en todas las cosas que hemos sido—amigos, enemigos, aliados y la peor tentación. En la línea que cruzamos, en el infierno que encendimos.
I