KOSTAS
Entro en el sitio abandonado, uno que usamos para este tipo de cosas. A mi lado, Melissa me toma de la mano y no luce nerviosa, la miro de reojo y veo una expresión firme aunque juraría que por dentro debe de tener un mar de confusiones.
En el centro del sitio, un hombre está sentado en una silla. Sus manos están atadas a la espalda, y su cabeza está gacha.
—Perdóname, don. Por favor, perdóneme —logra decir entre sollozos cuando me ve.
Me siento en una silla frente a él, el sonido de las patas arrastrándose sobre el concreto lo hace tragar saliba. Dejo la mano de Melissa y tomo asiento, observando a Arnold, que todavía tiene la cabeza gacha y el cuerpo temblando.
Siento a la doctora en mis piernas para hablar con mi hombre.
—¿Quién te amenazó con tu familia? —le pregunto. Mi voz es un arma fría y afilada, y la lanzo sin emoción.
Arnold levanta la cabeza, sus ojos están rojos e hinchados. Las lágrimas caen sin control por sus mejillas y mi mano pasa a la cintura de Melisa que se