MELISA
Me despierto. No recuerdo cómo llegué a la cama, pero el sol que se filtra por las cortinas de seda me dice que ya es de día. Mi cabeza se siente pesada. Llevo mi mano a la frente, y la siento. Algo no está bien.
Las imágenes de la noche anterior me golpean como puños. No puedo ver el rostro, pero puedo recordar el momento en que el guardaespaldas de Kostas estaba llorando, y puedo recordar la desesperación en sus ojos. Y luego, el sonido. El sonido del disparo. El sonido de mi propio grito.
Me levanto de la cama. El colchón es suave, las sábanas son de seda, pero me siento tan pesada como el plomo. Me acerco a la ventana. El sol brilla, y me dan ganas de trotar como lo hacia en la ciudad.
Me doy una ducha. El agua caliente me golpea la piel, y cierro los ojos. Trato de lavar el miedo, de lavar el grito que todavía resuena en mi cabeza, de lavar el rostro del hombre que vi morir. Cuando salgo del baño, mi cuerpo se siente un poco más liviano, pero mi mente sigue pesada.
Me pong