KOSTAS
La puerta se abre, y el aire cambia. No doy el primer paso. No me muevo. Frente a mí, Arnold, uno de mis hombres, me apunta con una metralleta. Sus manos tiemblan, sus ojos están llenos de pánico.
—¿Qué estás haciendo, Arnold? —pregunto. Mi voz es fría y contundente, sin una pizca de sorpresa.
—Lo siento, señor —responde, su voz se quiebra—. Tengo que hacerlo. Me dijeron que la matara... o lo mato a usted.
El pasillo se congela. No siento miedo. En cambio, evalúo la situación, calculo mis opciones. Veo a mis otros hombres, sus armas apuntando a Arnold, listos para mi orden. No hay un solo músculo en mi cuerpo que se estremezca.
—Sabes bien que no vas a salir vivo de aquí si aprietas ese gatillo —le digo, mi voz es un arma afilada—Si doy la orden, te reviento la cabeza.
Arnold se estremece. Las lágrimas caen por sus mejillas y sé que es buen tipo, siempre lo ha sido y duda en disparar.
—Lo siento, jefe —dice, y sus ojos se posan en Melissa—Pero es ella... o mi familia.
Mi mirada