MELISA.
El aire en esta sala es denso, casi irrespirable, cargado con el peso de la historia y, sobre todo, con el de un poder que es invisible, pero que se siente en cada fibra de mi cuerpo. Me estremezco, aunque el calor aquí es sofocante.
Estoy sentada en una mesa de caoba que parece absorber toda la luz, y justo frente a mí están los tres hombres más poderosos de Italia, hombres que manejan el mundo criminal con más autoridad que el propio presidente. Sus nombres son sus leyes.
Mi corazón late desbocado, como un tambor de guerra. Me siento como un cachorro abandonado, tirado en medio de una manada de leones hambrientos. La tensión es tan poderosa que podría cortarse con el filo de un cuchillo.
A mi derecha, mi padre, Herodes, destila una calma pétrea, pero sé que bajo esa fachada está el mismo dominio frío y calculado que lo hizo ascender. A mi izquierda, Kostas desliza su mano bajo la mesa y roza mi pierna. Sus dedos ejercen una presión suave, un intento silencioso de anclarme y