KOSTAS
No pesa nada en mis brazos. El mundo a mi alrededor se desvanece, y la rabia me quema al ver la herida que le sangra desde la frente. Me acerco a Nick, quien todavía está en la puerta y se guarda el arma.
—Dos hombres, que se queden —le digo, con voz firme—entierren el cuerpo, y quemen esta porquería de casa.
Él asiente como siempre.
—Debiste haberlo matado hace mucho tiempo —murmura, con los ojos fijos en la casa.
—Bueno, el tiempo de Dios es perfecto, ¿no crees? —le digo, con una sonrisa en los labios.
Ambos nos reímos, en un sonido oscuro que se mezcla con el aire de la noche. Compartimos la misma ironía macabra, el mismo entendimiento retorcido del mundo en que vivimos.
Nick toma el volante y se pone en marcha, alejándose de la escena. Yo me acomodo en la parte trasera con Melissa en mis brazos. No pesa nada, y la miro, observando cada detalle de su rostro. Ni siquiera la herida que tiene en la frente, que le sangra levemente, logra opacar su belleza.
—¿Ella está bien? —pre