Ajusté el pareo blanco sobre el traje de baño de dos piezas. Me hubiera gustado poder librarme del cabestrillo para disfrutar la navegación, y si me sentía audaz, darme un chapuzón en el mar sin salvavidas ni ayuda. Pero no podía.
El fin de semana había sido una suspensión, una burbuja de aire donde la realidad se había desvanecido.
Sal no estaba. Se había ido con la discreción que le era propia, dejándome sola con la resaca física de la noche. Me había besado la frente antes de levantarse, un gesto protector, casi paternal, que se sentía extraño en contraste con la intensidad de horas atrás. Pero funcionaba. Esa dualidad de hombre accesible y amante experto era lo que me había permitido bajar la guardia, lo que había permitido que el deseo se manifestara de forma genuina.
Me miré en el espejo. No solo estaba mejor que ayer; me sentía... completa. Nunca con Dylan, incluso en nuestros mejores momentos, el sexo había alcanzado esta satisfacción, esta sensación de ligereza. Con Sal, cada