El lunes por la mañana, un rayo de sol se coló por la persiana, justo a tiempo para recordarme que el fin de semana había terminado y que la vida real se apoderaba de nuestras vidas. Aún con los ojos cerrados, me moví en la cama, buscando la posición más cómoda, pero el peso de Dylan sobre mi espalda me lo impidió. Estaba boca abajo y él se había tumbado sobre mí, su respiración cálida en mi cuello. Su mano se movió con familiaridad por mi vientre, mientras sus labios recorrían mi cuello, dejando un rastro de pequeños besos que me erizaban la piel.Sentí el suave movimiento de sus caderas contra las mías, una invitación tácita a la que mi cuerpo, a pesar del cansancio, respondió. No hubo palabras, solo el roce de la piel y el calor de la respiración. Nos movimos al unísono, un baile silencioso y rápido que ya conocía de memoria. Como siempre, fue veloz, casi un acto reflejo, un torbellino de besos, gemidos y sensaciones que apenas duró unos minutos. Y por rara ocasión, no alcancé el c
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