Esa noche me costó dormirme.
Sal se había bajado del auto para caminar conmigo hasta la casa de huéspedes, y me había despedido con uno de esos besos que me dejaban sin aliento y con mariposas en el estómago. Pero no había aceptado mi invitación a entrar.
—No quiero distraerte —había dicho con una sonrisa cálida, deslizando un dedo por mi nariz—. Ve y sueña.
El problema era que todo lo que me dijera seguía dándome vueltas en la cabeza, ahuyentando el sueño.
Con la tranquilidad de quien trabaja por la tarde, opté por hacerme café con leche y me procuré un par de los deliciosos mantecados que preparaba Micaela, y que nunca faltaban en la despensa.
Acabé corriendo el sillón del dormitorio para ubicarlo frente a la ventana abierta, las cortinas recogidas. Me acurruqué allí con mi tazón y mis mantecados, envuelta en una manta liviana, no porque hiciera frío, sino por la sensación de contención que me proporcionaba.
Desde mi nido podía ver unas pocas estrellas por encima de la copa de los á