El pañuelo de seda negra me impedía ver absolutamente nada.
Permanecí muy quieta, regulando mi respiración para controlar mi curiosidad.
Su mano cubrió la mía, su pulgar acariciando el dorso de mis dedos.
Cuando me soltó, advertí que el auto giraba a la izquierda y avanzaba un poco más antes de detenerse.
Sal apagó el motor y lo oí quitarse el cinturón de seguridad y abrir su puerta. Un momento después abría la mía desde afuera. Sus labios rozaron mi pelo cuando se inclinó para soltar mi cinturón de seguridad. Entonces tomó mi mano de nuevo, apoyó la otra en mi cabeza y me ayudó a apearme.
Sin soltar mi mano, rodeó mi cintura con su brazo para conducirme varios metros antes de detenernos. Oí un zumbido electrónico y pronto comprendí que habíamos tomado un elevador.
No sé si era muy lento o mi ansiedad me jugaba una mala pasada, pero me pareció que tardaba una eternidad en detenerse.
El suelo que pisamos al salir del ascensor estaba alfombrado. El aire era fresco, con un vago perfume f