El conductor del Uber trató de darme conversación, pero después de un par de monosílabos de respuesta desistió y me dejó en paz para hundirme en la culpa que me ahogaba. No podía creer que le hubiera sido infiel a Dylan.
Hacía dos años que vivíamos juntos, y siete que estábamos de novio. Nunca había tenido otro novio, ni hablar de aventuras con otros hombres. Y la primera vez en mi vida que me emborrachaba sin él, amanecía desnuda en una cama de hotel.
Me costaba contener las lágrimas de sólo pensarlo. Y la vergüenza era casi tan agobiante como la culpa. Tanto, que me decidió a no decirle una palabra de lo que pasara.
Al entrar al edificio, me obligué a sonreír y saludar al conserje de camino al ascensor. Mientras subía, me aseguré en el espejo que me veía tan normal como era posible. Mis ojos bajaron de mi cara a la ropa nueva que vestía. Me iba perfecta. Sólo esperaba que Dylan no preguntara de dónde la había sacado, o tendría que decirle otra mentira.
Sin embargo, toda mi culpa y mi vergüenza se diluyeron cuando escuché la música a todo volumen que inundaba el pasillo. Sí, era un sábado al mediodía, pero no teníamos por qué molestar a todos los vecinos.
Respiré hondo antes de abrir la puerta. Y solté el aire en un bufido de toro que decide que el torero se ve más apetecible que el trapito rojo que agita.
Nuestro departamento tenía una amplia sala de estar, con un sofá y sus dos sillones de un cuerpo en el centro, sobre la alfombra peluda, enfrentando la pared que lindaba con el pasillo, donde colgaba la televisión, con los parlantes en el suelo a cada lado. Y de ahí venía la música, que para peor era reggaetón.
Al otro lado de la sala, varios pasos más allá del sofá, estaba la barra del desayunador, que separaba ese ambiente de la cocina abierta y el comedor, alineados a lo largo de la pared que daba al exterior del edificio.
Desde el umbral, y hasta donde alcanzaba la vista, la sala, el comedor y la cocina eran un desastre absoluto de botellas y latas vacías, ropa usada, bolsas y cajas de comida de delivery, platos, vasos y cubiertos sucios. Las ventanas estaban cerradas y el aire apestaba a comida, cerveza, vino y marihuana.
Sabía que Dylan planeaba invitar a dos o tres amigos para una noche gamer, pero aquello era demasiado.
Apreté los dientes cruzando la sala en diagonal hacia la mesita de café entre los sillones, donde rescaté el remoto de la televisión bajo envoltorios de hamburguesas manchados de mayonesa y grasa. Apagué la música gruñendo y rezongando.
Entonces pasé entre el sofá y la barra hacia el único dormitorio del departamento, otro ambiente amplio donde además de nuestra cama, sobraba espacio para otro sofá, el ropero y nuestros aparatos de ejercicios, una miniestación de pesas y la bicicleta fija.
El olor a encierro pareció golpearme la cara cuando abrí la puerta. Marco, el mejor amigo de Dylan, dormía desnudo en el sofá, apenas cubierto con una sábana, un brazo cruzado sobre los ojos y la boca abierta. La cama estaba revuelta como si la hubieran usado para un match de luchadores de sumo.
Desde el baño llegaba el sonido de la ducha, y hacía allí me dirigí a paso de carga. Vivir con Dylan siempre era un poco como vivir con un niño. Teníamos una señora que venía dos veces por semana a ayudarnos a mantener el apartamento. Pero acostumbrado a que su madre siempre fuera atrás de él limpiando su desorden, a veces tenía que recordarle que yo no era su sirvienta, y que si le gustaba la casa impecable, él tenía que hacer su parte.
Entré al baño sin llamar. Dylan ni se mosqueó. Se volvió hacia mí al otro lado de la mampara de la ducha, la cabeza cubierta de espuma que rascaba vigorosamente, y me recibió con una gran sonrisa.
—¡Vera, amor! La comida llega en diez minutos.
—Entonces tienes diez minutos para limpiar el comedor. Y despachar a Marco. Sabes que los fines de semana me gusta estar tranquila.
Mi tono surtió efecto. Asintió con expresión compungida y metió la cabeza bajo la ducha para enjuagarse apurado. Y por supuesto que eso bastó para que se me pasara el enojo, que dejó lugar para que la culpa regresara a la velocidad de la luz.
Abrí las cortinas y las ventanas, dejando que la luz despertara a Marco, y volví a la sala con un suspiro. Como para desahogar mi inquietud, busqué una de esas bolsas de residuos grandes como para guardar cadáveres y empecé a limpiar la barra, cosa que al menos tuviéramos dónde apoyar la comida cuando llegara.
Cuando comencé con el comedor, escuché a Dylan hablando con Marco en el dormitorio. Emergieron poco después, Dylan bien despierto y sonriente, vestido con ropa limpia. Marco con la ropa arrugada, el pelo revuelo y los ojos más cerrados que abiertos. Me saludó con un cabeceo de camino a la puerta.
En ese momento le llegó a Dylan la notificación de que el delivery había llegado, así que bajó con su amigo y volvió con una gran bolsa de papel que olía para darle hambre a un muerto.
Yo ya había puesto la mesa para los dos, y nos sentamos listos para devorar cuanto saliera de esa bolsa.
—¿Y qué tal la fiesta? —preguntó, tendiéndome una bandeja sellada con pastas y croquetas de carne bajo una generosa capa de salsa.
Lo enfrenté sintiendo el calor que me encendía las mejillas.
—Bi-bien —murmuré, bajando la vista tan pronto tuve la bandeja en mis manos.
—Tranquila, amor, no que me vaya a enojar porque saliste sola y te pasaste de copas, ¿no? Como si yo fuera un santo.