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El lunes por la mañana, un rayo de sol se coló por la persiana, justo a tiempo para recordarme que el fin de semana había terminado y que la vida real se apoderaba de nuestras vidas. Aún con los ojos cerrados, me moví en la cama, buscando la posición más cómoda, pero el peso de Dylan sobre mi espalda me lo impidió. Estaba boca abajo y él se había tumbado sobre mí, su respiración cálida en mi cuello. Su mano se movió con familiaridad por mi vientre, mientras sus labios recorrían mi cuello, dejando un rastro de pequeños besos que me erizaban la piel.

Sentí el suave movimiento de sus caderas contra las mías, una invitación tácita a la que mi cuerpo, a pesar del cansancio, respondió. No hubo palabras, solo el roce de la piel y el calor de la respiración. Nos movimos al unísono, un baile silencioso y rápido que ya conocía de memoria. Como siempre, fue veloz, casi un acto reflejo, un torbellino de besos, gemidos y sensaciones que apenas duró unos minutos. Y por rara ocasión, no alcancé el clímax. Cuando terminó, rodó para tenderse boca arriba con un suspiro, ya dormido otra vez.

Me quedé allí, tendida en la cama, con el corazón todavía acelerado. El eco de la excitación se evaporó tan rápido como llegó, dejando un vacío que se llenó con el peso de mis pensamientos. Sólo entonces me di cuenta de que mi cabeza seguía en otro lugar. En una habitación de hotel, en un desconocido que se había llevado mi vestido y en una nota que me recordaba la noche más inesperada y vergonzosa de mi vida.

Me levanté en silencio para no despertarlo y fui de puntillas al baño. Me duché, dejando que el agua caliente me relajara, mientras mi mente volvía una y otra vez al fin de semana. No le había dicho nada a Dylan, ni una palabra. Y él tampoco había preguntado. Me había preguntado si me había divertido, pero no había profundizado. ¿Era posible que no se hubiera dado cuenta que me estaba callando algo? Jamás me hubiera creído capaz de ocultarle absolutamente nada.

Cuando salí, Dylan seguía dormido. Me vestí con la ropa de trabajo, un pantalón negro y una blusa blanca. Me maquillé, me peiné y me miré en el espejo. La culpa y la vergüenza ya no estaban. Lo pasado, pisado. No permitiría que algo que ni siquiera recordaba se interpusiera entre nosotros.

Salí con los zapatos en la mano para que el taconeo no lo despertara y me senté a desayunar en el pesado silencio que llenaba el departamento. Mi teléfono vibró antes de lo que esperaba. Si no bajaba en menos de cinco minutos, perdería la van de la empresa y tendría que pagarme un Uber.

Se iba a quedar en casa todo el día, buscando ideas para sus videos de YouTube, mientras yo, iba a trabajar.

Llegué al lobby de nuestro edificio y me senté en un banco junto a la ventana que daba a la calle. Al fin, la van de la compañía llegó. Subí, me senté en uno de los asientos del fondo y me perdí en la vista de la ciudad que pasaba frente a mis ojos.

Mi mente se reía de mi firme propósito de no volver a pensar en el viernes a la noche. No podía evitarlo. Una parte de mí quería saber qué había pasado. Quién era ese hombre, y por qué se había llevado mi vestido.

La van no tardó en tomar la autopista, alejándome del centro de la ciudad, los edificios, el tránsito, el ruido. El campus de la compañía se hallaba a veinte kilómetros al norte del centro de la ciudad, en el límite mismo de la reserva natural. Más allá se abrían las montañas y el bosque, los ríos que descendían hacía el oeste a fundirse con el océano.

Pronto cruzábamos las altas puertas en el paredón de tres metros que delimitaba las diez hectáreas del campus. Era como entrar a otra dimensión. Cada edificio se alzaba solitario en su propia hectárea de jardines y árboles frutales, unidos por callecitas y senderos peatonales. Ninguno tenía más de dos pisos, salvo el Cubo, el edificio principal, con el tercer piso destinado a las oficinas de los jefotes de los distintos departamentos, y que en el cuarto piso alojaba al amo y señor de aquella ciudadela perfecta: Salomon Ellis.

En los seis meses que llevaba trabajando en EGC no había encontrado a nadie que lo hubiera conocido personalmente. Big Sallie, como llamaban al CEO, era como un dios en su pequeño reino. Omnipotente y omnipresente, y sin embargo invisible.

Se decía que apenas superaba los treinta, y había hecho su fortuna incalculable en los pocos años desde la pandemia. La cuarentena obligatoria del 2020 lo había dejado sin trabajo, encerrado sin más compañía que su perro, su computadora y su mente inquisitiva.

No había tardado en descubrir un nicho al que hasta entonces nadie parecía haberle prestado atención. En ese año funesto en el que tanta gente trataba de sobrevivir vendiendo lo que sabía y podía hacer desde su casa, estos pequeños emprendedores no tenían ningún proveedor de servicios de entrega puerta a puerta de sus productos. Al mismo tiempo, todo aquel que buscaba sobrevivir ofreciendo transporte de productos, no sabía a quién ofrecerle sus servicios.

Con todo el tiempo del confinamiento forzoso a su disposición, Big Sallie invirtió incontables horas en convertirse en un intermediario estable y de confianza entre los vendedores y quienes podían transportar sus artículos. Decían que había empezado con diez vendedores y una camioneta. Y cuando se levantaran las restricciones impuestas por la pandemia, su empresa EGC, Ellis Global Connect, contaba con una cartera de clientes cincuenta veces más grande.

Cinco años después, sin salir nunca de su rol de intermediario, era dueño de un pequeño imperio y todas sus cuentas bancarias tenían saldos con siete u ocho ceros. O más.

Y yo era un minúsculo engranaje en la maquinaria de su imperio y su riqueza. A diferencia del departamento de logística, el corazón mismo del imperio, que funcionaba 24/7 procesando y asignando los pedidos de transporte en nuestra región, y supervisando el de las sucursales de todo el país, mi modesto rol sólo demandaba que trabajara seis horas por día de lunes a viernes. Como IT junior de Recursos Humanos, pasaba mis días mayormente restaurando contraseñas y recuperando archivos borrados por error.

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