El dolor de cabeza me contrajo la cara aún antes de abrir los ojos. Sí, definitivamente la noche anterior había bebido demasiado. Pero era la fiesta de fin de año de la empresa y todo el mundo estaba más que achispado. Sólo esperaba no ser la única mal parada en las fotos que ya debían estar circulando en redes sociales.
Todavía con los ojos cerrados, como si pudiera demorar el momento de encarar el día, me desperecé y me di vuelta en la cama. Las sábanas se deslizaron sobre mi piel como una caricia de seda. A pesar de que mis sábanas eran de algodón demasiado barato para causar esa sensación.
Entonces reparé en el silencio. Bendito silencio para mi dolor de cabeza. Seguramente Dylan había salido a correr, porque era incapaz de estar en casa sin hacer ruido. Tampoco escuchaba a los vecinos. En un edificio con paredes de papel y varias familias con niños alrededor, era aún más raro que la suavidad de las sábanas.
Una punzada especialmente dolorosa en las sienes me recordó los analgésicos en el botiquín del baño, aunque de sólo pensar en levantarme ya me daba vueltas todo. Cinco pasos. No era mucho. Y no precisaba más para llegar al baño.
Respiré hondo, haciendo acopio de fuerzas, y al fin abrí los ojos.
Lo que vi me hizo olvidar el dolor de cabeza.
Porque ése no era mi dormitorio.
Miré a mi alrededor confundida.
Era una habitación amplia y lujosa que jamás viera en mi vida. Una habitación de hotel.
Me erguí hasta sentarme, y sólo entonces reparé en que estaba desnuda. Completamente desnuda.
Alcé las sábanas hasta mi barbilla en un impulso de pudor tonto, porque no había nadie más a la vista. Y comprobé que las sábanas, si no eran de seda, eran de un material muy parecido.
¿Qué hacía allí? ¿Cómo había llegado? ¿Por qué?
Me volví hacia la mesa de noche y encontré mi teléfono, junto con un vaso de agua y un sobre de antiácido. Lo abrí y lo vacié en el agua al mismo tiempo que desbloqueaba mi teléfono.
Tenía un mensaje de Steffi, mi compañera de oficina, con quien fuera a la fiesta.
“Que la pases bien con tu ejecutivo guapote. Escríbeme para que sepa que estás bien.”
¿¡Qué!? ¿De qué hablaba? ¿Qué guapote?
Bebí el antiácido de un largo trago, devanándome la cabeza en un intento inútil de hacer memoria. Era como si me hubieran desconectado el cerebro o algo parecido. Lo último que recordaba era el elegante salón lleno de gente, Steffi y yo saludando compañeros de trabajo, la música que nos obligaba a hablar casi a gritos.
Y lo siguiente era despertar ahí cinco minutos atrás, desnuda.
Opté por responderle a Steffi.
“Estoy bien.”
Le hubiera hecho más de cuatro preguntas, pero no me animé. Hacía pocos meses que nos conocíamos y nunca nos habíamos tratado fuera de la oficina. Me moría de vergüenza de sólo pensar en pedirle que me explicara qué había pasado en la fiesta porque había tomado tanto que no me acordaba. Tanto que le había sido infiel por primera vez a mi novio.
Como si lo hubiera invocado, me entró un mensaje de Dylan.
“¿Vienes a almorzar?”
Sólo entonces reparé en que era casi mediodía.
¿No había vuelto a dormir a casa y mi novio me preguntaba muy tranquilo si iría a almorzar? ¿Qué m****a estaba pasando?
Iba a contestarle cuando me llamó la atención el último mensaje que le mandara la noche anterior.
“La fiesta estuvo estupenda pero bebimos demasiado. Me quedaré a dormir en casa de mi compañera de oficina.”
Yo no había mandado ese mensaje. No necesitaba recordar la noche anterior para saberlo: nunca en mi vida había usado la palabra “estupendo”, y nunca llamaba a Steffi “mi compañera de oficina” sino Steffi a secas, porque le había hablado a Dylan de ella muchas veces.
¿Acaso alguien había usado mi teléfono para escribirle a Dylan haciéndose pasar por mí? Y alguien sólo podía ser el ejecutivo guapote que mencionara Steffi.
Me apreté las sienes en otro intento vano por recordar algo, lo que fuera, de la noche anterior.
¡Nada!
Aparté las sábanas, y al levantarme mis pies fueron a dar en mi ropa interior, caída sobre la gruesa alfombra junto a la cama. Mis zapatos estaban dos pasos más allá, pero mi vestido no estaba a la vista.
Me incliné a levantar mis panties, y al erguirme mis ojos literalmente se toparon con las bolsas sobre el asiento a los pies de la cama. Dos bolsas de boutique con grandes moños de regalo. De uno de ellos colgaba una tarjeta con unas líneas escritas.
La arranqué del moño y tuve que volver a sentarme, porque la habitación pareció dar vueltas a mi alrededor. Estaba escrita a mano, con una letra elegante, inclinada a la derecha, en tinta negra. No de bolígrafo, sino tinta de gel como de pluma antigua.
“Gracias por una noche inolvidable. Me llevo tu vestido de recuerdo, porque te queda tan bien que no quiero que nadie más te lo vea puesto. Aquí tienes ropa para volver a casa. Feliz Año Nuevo.”
Abrí las bolsas y hallé jeans, un top blanco, un chal de hilo largo y liviano, negro. Todo de la talla exacta para que me fuera bien.
Mi teléfono volvió a vibrar en mi mano. Dylan otra vez.
“¿Vienes o no?”
Le respondí que sí, la cabeza hecha un tumulto.
¿Qué había pasado la noche anterior?
Bien, eso era obvio ahora. Pero, ¿con quién?