Mundo ficciónIniciar sesiónNo podía arrancarme aquella sensación incómoda de la cabeza. Estaba sentado en mi despacho, con una copa en la mano. Últimamente, era lo único que me relajaba.
Cinco años habían pasado. Había pasado tanto tiempo ejecutando aquella venganza que ahora ya no sabía qué hacer.
Tomé el periódico y leí el encabezado:
**"La ex amante del gran empresario, líder de la familia McCarthy, ha confesado que su antiguo testimonio fue una mentira."**
Lo había conseguido. Había logrado limpiar el nombre de mi padre. Y aquello me había costado mucho. Porque había tenido que utilizar y destruir a Alana. Había tenido que usarla en el juego sucio. Pero era lo que necesitaba. Necesitaba humillar a aquella mujer, demostrarle que era yo quien tenía el poder.
Y había funcionado.
Había tenido que cambiar su declaración. Había tenido que exonerar a mi padre. Pero había valido la pena. Sí, había logrado limpiar el nombre de mi familia… pero mi padre seguía postrado en aquella cama de hospital.
El vacío en mi pecho seguía existiendo.
Entonces me pregunté, una y otra vez, mientras bebía licor de mi copa, si aquello realmente había valido la pena.
Durante tantos años pensé que la venganza era lo que me motivaba. Que el resultado de aquella venganza sería tan satisfactorio, que justificaría cada duda que había crecido en mi pecho. Cada vez que besé a Alana. Cada vez que le hice el amor.
No podía ser un ingenuo y tapar el sol con un dedo. Siempre supe que aquella muchacha era inocente. Pero mi rabia hacia ella seguía latente. Porque transformé todo el rencor que sentía por su madre en odio hacia la joven.
¿Pero era realmente su culpa?
Claro que no lo era. Ahora podía verlo.
De todas formas, esperé —allá donde sea que la muchacha estuviera— que lograra encontrar una vida que se mereciera.
Y estaba ahí, sentado, pensando en eso. Pensando en qué sería ahora de mi vida, ahora que había logrado limpiar el nombre de mi familia. Cuando un par de nudillos sonaron en la puerta. Mi madre, Alexandra, apareció. Tenía sus ojos fríos, como siempre.
—Los hombres de la empresa están aquí —me dijo.
—¿Qué hombres? —le pregunté.
—Los hombres que envié a seguir a Alana. Traen información.
—¿Enviaste a seguir a esa muchacha? ¿Para qué? Ya habíamos terminado con ella. No había ninguna necesidad de mandarla a seguir. ¿Por qué hiciste eso?
Mi madre parpadeó un par de veces.
—Nicolás, siento no habértelo dicho antes… pero me enteré que aquella muchacha estaba embarazada.
Cuando pronunció aquello, me puse de pie con tanta rapidez que derramé el licor sobre el escritorio. El líquido amargo se deslizó por la superficie y cayó al suelo.
—¿¡De qué p\*\*\* estás hablando!? —le grité—. ¡Yo no tenía ni idea de aquello! ¡Se supone que nos habíamos cuidado!
—Pues no —me dijo mi madre con rabia, y ahí me miró como si no fuese más que un muchacho hormonal e irresponsable—. Pero creo que tienes que hablar con los hombres que están abajo. Creo que… ya no tenemos de qué preocuparnos.
No entendí en el momento lo que mi madre quiso decir. Salí a trompicones de mi oficina. El licor comenzaba a hacer mella en mí, ya me sentía un poco mareado. Cuando llegué, encontré a los hombres del esquema de seguridad de mi madre ahí.
—¿Qué está pasando? —les pregunté—. ¿Por qué siguieron órdenes directas de mi madre sin siquiera consultármelo a mí? ¡En ningún momento dije que debían seguir a Alana!
Los hombres se miraron entre ellos.
—Lo siento mucho, mi señor, pero su madre nos dijo que eran órdenes suyas.
—¡Bien! Pues de aquí en adelante, antes de hacer cualquier cosa… si no soy yo específicamente el que se los ordena, no lo harán.
Mi madre venía bajando por las escaleras.
—No seas duro con ellos. Fue mi orden. Y ellos también deben obedecerme. También soy una McCarthy. Pero… descubrieron algo. Cuéntenle.
—Está muerta —dijo uno de ellos, dando un paso al frente—. La señora Alana… está muerta.
Sentí un tremendo golpe en el pecho. Una sensación adversa, incómoda, que me desestabilizó. Pero fingí que no sentía nada. Que estaba completamente bien. Pasé saliva y, cuando hablé, mi voz apenas si se movió.
—¿Qué sucedió?
—Nos llegó información de que estaba huyendo por la autopista norte, saliendo de la ciudad. Así que fuimos a interceptarla. La orden de su madre era traerla aquí, hablar con usted, para ver cómo iban a solucionar lo del embarazo. Pero entonces ella aceleró cuando nos vio en la parte baja de la carretera. Perdió el control. Su auto salió por el acantilado. Hace al menos una hora llegó la notificación forense del hospital que hizo el levantamiento. En efecto… murió. La muchacha está muerta. Misión cumplida.
Sentí mucha rabia en ese momento. “La misión”. Así veían a Alana: como una simple misión.
Pero luego me sentí un hipócrita al enojarme. ¿Acaso yo no la había visto de la misma forma? ¿Simplemente como un medio para mi venganza?
—Entiendo —les dije—. Pero ya no importa. Si está muerta… entonces todo esto terminó. De una vez por todas.
Me despedí de ellos con un leve gesto de cabeza y luego caminé hacia mi oficina.
—¿Estás bien? —me preguntó mi madre cuando pasé por su lado.
—Lo estoy. Mejor que nunca.
Cuando llegué al despacho, tomé la botella que aún seguía volteada sobre el escritorio y bebí directamente de ella, sin usar una copa. Me senté y observé el mueble en el que Alana solía sentarse para verme trabajar. Había pasado muchas horas leyendo libros en ese sillón, observándome.
¿Qué era lo que estaba sintiendo?
Me pregunté.
¿Por qué tenía esas sensaciones en el estómago? ¿Era culpa? ¿Remordimiento?
No sabía qué podía ser.
Lo único que supe en ese instante fue que una única lágrima, fugaz, se escapó de mi ojo y rodó por mi mejilla.
—Ya no importa —me dije a mí mismo—. La maté. Yo maté a Alana… y a mi hijo, que crecía en su interior. Y no tuve que utilizar un arma para eso.
Supe que ese cargo estaría sobre mis hombros por siempre.







