El lugar en el que vivían los McCarthy era una ciudad tranquila, relativamente alejada de las grandes civilizaciones. Pero la sede principal de su empresa farmacéutica estaba en Ciudad Amurallada: una fortaleza a la orilla del océano Pacífico que había sido zona de comercio desde que había iniciado la historia en este continente. Y ahí habían estado los McCarthy desde el inicio de todo.

Por eso, su empresa farmacéutica, Sanaris…

Y entonces me había mudado a esa ciudad, porque ahí iniciaría mi venganza. Ahí estaba la sede principal de Sanaris, un complejo enorme que parecía un hotel de lujo, tan grande y tan imponente que opacaba todos los demás edificios a su alrededor.

Sanaris era una de las farmacéuticas más importantes del mundo. Y no solo se encargaban de comercializar con medicamentos: también tenían un área de alimentación. Los productos de Sanaris eran colocados como los mejores del mundo por su alto valor nutricional y la confianza en sus medicamentos. Pero yo, que había estado completamente involucrada en la vida de Nicolás, sabía que no se movían negocios muy limpios dentro de la farmacéutica.

Y ese era el lugar perfecto para iniciar. Con mi nuevo corte de cabello y mi nuevo look, utilicé las influencias de Dalia para conseguir trabajo como aseadora dentro de la sede principal de Sanaris.

Nicolás era el dueño, al igual que su hermano mayor, Oliver. Era un hombre impecable, carismático y diplomático, el rostro corporativo de la familia. Pero yo sabía que había algo más allá, porque había escuchado las conversaciones de Alexandra, su madre, en mis paseos interminables por la mansión. Era el lugar perfecto por dónde comenzar mi investigación.

Además, ahí en aquella ciudad, en la Ciudad Amurallada, nadie me conocía, aparte del escándalo público que se había formado. Mi rostro demacrado con el vestido de novia, que se había hecho viral, no se parecía en nada al rostro que tenía en ese momento: el de una mujer rota, perdida, completamente diferente.

Ahora era Luisa.

Porque Alana había muerto.

Estaba muerta y enterrada.

Mi embarazo comenzó a notarse con el paso de los días. Habían pasado varios meses ya, tres o cuatro tal vez, y yo me había dedicado en cuerpo y alma a investigar a Oliver McCarthy. Y lo cierto es que era un hombre muy escrupuloso con su seguridad y su privacidad. Yo, como una simple trabajadora de aseo, no podía averiguar nada al respecto.

Pero una noche, descuidadamente, pude ver a unos hombres curiosos que pasaban por el corredor. Definitivamente eran asiáticos. No quería ser prejuiciosa, pero sus ojos rasgados eran más que un indicativo.

Lo que me pareció aún más curioso: Sanaris no tenía ningún convenio con ninguna empresa asiática, porque las farmacéuticas de allá eran directamente contrincantes de Sanaris en esa área de trabajo. Entonces, aquello se me hizo muy extraño.

Con mi teléfono, tomé un par de fotografías de los hombres y me alegré al comprobar que sus rostros habían quedado perfectamente grabados en mi cámara.

Y entonces, cuando ellos salieron tarde en la noche, utilicé mi disfraz de empleada para seguirlos. Tomé un taxi y le ordené al taxista, con un par de billetes, que siguiera aquel auto. Era sencillo. Los hombres andaban con arrogancia, seguramente seguros de que nada ni nadie los estaba siguiendo.

Comenzamos a entrar a un área gris de la ciudad.

—Señorita, ¿está segura de que quiere que entremos por aquí? —me preguntó el taxista—. Exactamente, ¿qué se hace en esta área? Esto es solo el mercado negro.

El hombre negó.

—No, no es solo el mercado negro. Se rumorea que aquí se hace el tráfico ilegal de órganos.

Yo asentí, le pedí al hombre que se detuviera. Y entonces observé a los asiáticos que se detenían en un restaurante. Tomé las fotografías necesarias y luego me fui caminando silenciosamente.

—Tráfico de órganos… —dije en voz alta—. Esto le encantará mucho a la prensa.

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Había tenido otra pesadilla. Últimamente era lo único que tenía. Ya habían pasado al menos unos cuatro meses desde la muerte de Alana, y las pesadillas siempre me asaltaban en la madrugada. Era como si tuviese recuerdos de lo que habíamos vivido. Las pesadillas no eran ni siquiera malas; simplemente estaban ahí para recordarme los momentos que había vivido a su lado.

En la empresa, las cosas comenzaron a empeorar. A pesar de que yo ya había limpiado el nombre de mi familia y que la farmacéutica estaba mejor que nunca, comenzamos a tener problemas en el extranjero, cosas que yo no lograba entender y que mi hermano Oliver no era capaz de explicarme.

Entonces, una mañana, cuando una de mis empleadas pasó a mi lado, pude percibir su perfume. Era el mismo que usaba Alana. Y tuve un escalofrío que me recorrió toda la espalda. La tomé por el brazo y me volví hacia ella para que me mirara. Tuve una extraña epifanía de que me encontraría con el rostro de Alana.

Pero claro que no.

—¿Está bien, señor Nicolás? ¿Necesita algo? —me dijo la mujer.

Pero yo negué. Eso era suficiente. Era todo lo que necesitaba. Ya no quería estar en ese lugar. Cada cosa me recordaba a Alana, y la culpa comenzaba a crecer en mi interior. Ni siquiera había tenido la fuerza de voluntad para ir a despedirla al entierro, para visitar la tumba. Me sentía culpable, aunque nunca había pronunciado aquellas palabras en voz alta.

Esa noche, en casa, mientras cenábamos, le dije a mamá:

—Me voy.

Ella, sinceramente, pareció que le importó un comino.

—¿Y a dónde? —preguntó.

Al parecer, haber limpiado el nombre de la familia y que Alana hubiera desaparecido era lo único que necesitaba mi madre para sentirse viva y realizada.

—Voy a Ciudad Amurallada. Voy a tomar el cargo que mi padre dejó para mí en la sede principal de nuestra empresa. Necesito hablar con Oliver. Están pasando muchas cosas extrañas dentro de la organización.

—Deja que tu hermano se encargue de eso. Tú tuviste la oportunidad de convertirte en el CEO y la desaprovechaste. Tu hermano sabrá cómo hace las cosas.

Pero yo no estaba tan seguro de eso.

—Voy a ir, mamá. Necesito alejarme de esta ciudad.

Solo yo sabía que necesitaba alejarme del recuerdo de Alana.

Y esperé que allá, en Ciudad Amurallada, nada pudiera recordarme nuevamente a aquella mujer.

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