Ciertamente no fue fácil.

Planeamos aquello por varios días, y Dalia tenía razón: muchas mujeres habían sufrido el maltrato de sus esposos. El refugio de Esperanza que ella había formado le había forjado grandes alianzas. Mujeres en cargos poderosos que habían logrado salir adelante gracias a su ayuda nos proporcionaron todo lo que necesitábamos para aquello.

En un hospital cercano, cubriendo mi rostro con mi propio cabello, extrajeron muestras de mi sangre. Una enfermera, que había sido abusada por su esposo, dijo:

—Con esto será suficiente —después de haber extraído dos enormes frascos—. Asegúrate de que llames aquí a la ambulancia. Entonces yo falsificaré los documentos.

Le dijo la enfermera a Dalia.

Y entonces llegó el momento de ejecutar la desaparición.

Corrimos hacia un acantilado desde donde podía verse la ciudad. Dalia había difundido la información de que estaríamos ahí, y justo como lo sospechábamos, los hombres de los McCarthy estaban tan al pendiente de mí que cualquier vestigio de información lo iban a seguir hasta el final.

A través de la curva de abajo, pudimos ver cómo los autos de los hombres nos seguían.

—Llegó el momento —dijo ella—. Mi amiga en el hospital ayudará a falsificar la documentación. Pero esto tenemos que hacerlo juntas.

Ambas bajamos del auto. Yo, con un ladrillo en la mano, presioné el pedal y el auto aceleró. Dentro había cosas mías: mis anillos, el anillo de compromiso que Nicolás me había dado, unas cuantas joyas que había logrado esconder. Todo lo había dejado ahí. Porque con ese auto se iría mi pasado, y comenzaría mi nuevo futuro.

Cuando dejé el ladrillo en el pedal, el auto aceleró a toda velocidad. Dalia y yo corrimos a escondernos detrás de una piedra enorme, que estaba a la orilla de la carretera. Vimos cómo el auto golpeó la barda y comenzó a rodar por el acantilado. Pudimos escuchar cómo, en medio de su trayecto hacia el río abajo, explotó.

Los hombres llegaron, bajaron de su auto y observaron a lo lejos. Entonces Dalia tomó su teléfono y llamó para reportar un accidente:

—En la villa del Acantilado del Diablo, un auto acaba de rodar por la ladera.

Llamó justamente al hospital donde estaba su amiga. Luego cortó la llamada.

Los hombres se quedaron ahí un rato, al menos media hora, observando. Pude ver cómo llamaban por teléfono, tal vez avisando a los McCarthy sobre mi accidente. Le hubiera vendido mi alma al diablo por ver el rostro de Nicolás en el momento en el que le avisaran sobre el accidente. Sentía tanta rabia por él como tanto amor. Nunca me llegué a imaginar que podrías llegar a sentir dos emociones por la misma persona con tanta intensidad.

Los hombres de los McCarthy tuvieron que salir huyendo cuando los bomberos y la policía aparecieron por la colina abajo. Subieron en sus autos con sus trajes oscuros, sus armas y sus gafas, y salieron disparados a toda velocidad por la carretera.

—Llegó el momento —me dijo Dalia, tomándome de la muñeca y alejándome de ahí.

Salimos corriendo. Otro auto nos esperaba más atrás en la carretera. Me pregunté cómo Dalia, aparte de tener tanta habilidad para esto, tenía tantas influencias. Muchas de sus amigas nos ayudaron.

Unas horas después, cuando ya estábamos en la ciudad, Dalia recibió una llamada de su amiga enfermera:

—Está hecho. El auto rodó por la pendiente cayendo al río. Las autoridades pensaron que el cadáver de quien conducía fue arrastrado por la corriente, pero ya logré mover mis influencias. Hace unas horas entró una mujer de la calle, sin identificación, y yo hice pasar ese cadáver como si fuera Alana. Voy a utilizar su sangre para que se compruebe en las muestras de ADN. En un par de horas todo estará hecho.

Y yo me sentía extraña. Porque era lo que quería que pasara, pero ahora que había sucedido, ya no sabía cómo sentirme al respecto.

Cuando llegamos a un pequeño hotel, me miré en el espejo y tomé unas tijeras. Comencé a cortar mi cabello hasta la altura de los hombros, y con cada mechón que caía, dejaba atrás mi antigua vida. Utilicé una pintura oscura para cubrir el rojizo natural de mi cabello.

Y cuando me miré en el espejo, le dediqué una última palabra a Nicolás:

—¿Ahora estás en paz? —le pregunté, aunque sabía que él no estaba, que no me escucharía, que nunca me contestaría—. Porque yo ya no soy tuya. Ni siquiera me pertenezco a mí misma.

Tomé el diario que Dalia me había dado. El diario en el que yo había escrito mis propias vivencias. Y en la parte trasera de aquel hotel, lejos de la ciudad, tomé una pala y lo enterré sobre una bolsa plástica. Lo dejé ahí después de cubrirlo con la tierra. Porque ahí había enterrado mi pasado. Porque Alana Valenko ya había muerto. De ella no quedaba absolutamente nada.

Me acaricié el vientre y observé el cielo del atardecer, ese atardecer que se llevaba mi antigua vida. Ahora tendría que ser alguien más. Yo ya no era la víctima. Aún no me convertiría en la vengadora. ¿Qué iba a ser? No lo sabía. Pero estaba lista para comenzar a renacer.

Cuando regresé al hotel, Dalia me estaba esperando. Me entregó mi nueva identidad: un pasaporte falso, con un DNI falso, con el nuevo nombre que me marcaría.

Luisa.

Así me llamaría a partir de ese entonces.

Alana había sufrido. Había sido humillada y destruida. Pero Luisa se vengaría por ella. Luisa encontraría todas las debilidades de los McCarthy. Iba a explotarlas y destruirlos. Porque si yo quería un futuro para mi hijo, tenía que hacerlo. Porque estaba segura de que nadie estaría a salvo mientras esa gente estuviera libre.

Los cinco años que pasé con Nicolás descubrí muchas cosas de la empresa. Descubrí sus juegos sucios y sus negocios turbios. Nada lo suficientemente comprometedor como para que pudiera hablar, pero Luisa encontraría esa información. Y los destruiría.

Le di las gracias a Dalia. Ella lloró en nuestra despedida, pero yo ya no tenía lágrimas. Le di un sonoro beso en la frente.

—Gracias por todo —le dije, antes de tomar la pequeña maleta que aún me quedaba y caminar por la carretera hacia el atardecer.

Y hacia mi nueva vida de venganza.

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