Ninguno tuvo tiempo a reaccionar o a decir otras cosas. Yo pude observar, casi en cámara lenta, cómo el hombre levantaba su arma. No era una pistola, era algo diferente, un poco más grande, alargado y... supe en ese instante que ninguno de los dos sobreviviría aquel atentado.
Tal vez fue mi miedo, mi ansiedad, pero pude percibir cada uno de sus movimientos. Pude ver su rostro alargado, enrojecido por la adrenalina del momento, sus ojos oscuros como la muerte. Se mordió el labio interior antes de presionar el gatillo.
Y entonces lo hizo.
Las balas salieron disparadas del cañón y golpearon el cristal justo a la altura de la cabeza de Nicolás. Cerré los ojos, porque no quería ver aquello: su cadáver ensangrentado a mi lado; porque no quería ver el momento en el que cambiaría de dirección la punta del arma para apuntarme a mí.
—¡Maldita sea! —escuché que dijo Nicolás en medio de los disparos, y abrí los ojos.
La ventana del piloto estaba fracturada como una telaraña. Nicolás encendió el a