Meses atrás
Enzo ya estaba en el aire, habiéndose lanzado sobre la borda del yate un segundo antes de que la carga explosiva detonara. El Dorado se desintegró en una bola de fuego blanca y ensordecedora. La onda expansiva lo alcanzó en el agua, no como un golpe, sino como una puñalada líquida y brutal, arrojándolo contra la superficie del océano.
El dolor fue instantáneo: una punzada aguda en la cabeza, el calor de la explosión abrasando el lado izquierdo de su rostro antes de que el agua salada pudiera protegerlo por completo. La negrura lo envolvió. Enzo se hundió, su traje empapado arrastrándolo hacia el fondo, el sonido de la explosión reemplazado por un silencio absoluto y acuoso.
Perdió el conocimiento antes de que su cuerpo pudiera comenzar a luchar por el aire.
La corriente, feroz y caprichosa, no lo llevó a la orilla de la bahía, sino a una costa mucho más alejada, salvaje y azotada por el viento, a unas cien millas náuticas del punto de la explosión.
En la orilla, Ángela, c