Bajo la tenue luz de la luna filtrándose entre los árboles de hoja perenne, la casita de Sabrina se había transformado de un refugio a una escena del crimen. El aire frío de la madrugada transportaba el aroma metálico de la sangre y el humo de la leña que ardía sin llama en la chimenea, un mudo testigo de la violencia.
Enzo se movía con la silenciosa eficiencia de una sombra, su cuerpo ya no temblaba. La máscara negra era su nuevo rostro, un velo que ocultaba la monstruosidad de su supervivencia. Recogió la navaja de caza, la guardó en el bolsillo interior de su traje, y dio una última mirada a la cuna de madera en la habitación contigua. El odio era un motor frío en sus venas.
—El tiempo es el único lujo que no tenemos, —siseó Enzo, dirigiendo su mirada hacia los dos hombres—. Ya saben qué hacer. Limpien esto. Yo voy a asegurar el perímetro de donde está ella.
Franco asintió, su rostro una mezcla de devoción y culpa.
—Nos reuniremos con usted en una hora.
Enzo solo asintió con un mov