Capitulo 2

Horas se acumularon como ladrillos en la garganta, y cada minuto que pasaba hinchaba más la tensión en su pecho. No entendía por qué la miraba así ni por qué no podía apartar la vista de aquella castaña de sonrisa honesta; esa noche debía estar en su oficina, revisando archivos, siguiendo pistas sobre los atacantes que lo habían dejado vivo por mera suerte. En vez de eso permanecía en el bar, inmóvil, esperando que el turno de ella terminara.

Ella trabajaba con una calma que parecía nacida de la costumbre: servía, sonreía, desactivaba pequeñas tormentas con palabras suaves. Al sonar el último pedido y despedirse el cliente de siempre, el reloj marcó las dos de la madrugada. Se quitó el delantal como quien se quita una armadura ligera, y se soltó el cabello; las ondas cayeron sobre sus hombros con un movimiento que le dio una fragilidad nueva. El sudor brillaba en su frente; las mejillas enrojecidas por el calor del local le daban un aire de vida incandescente que lo desarmó más de lo que hubiera admitido.

Se acercó sin hacer ruido. Ella lo notó al instante, como quien intuye una presencia después de haber escuchado un paso en la casa. Se detuvo, jugó con los dedos por costumbre, por timidez, por algo que no tenía nombre.

—¿Sigues aquí? —preguntó, con una mezcla de sorpresa y sencillez, como si la pregunta fuera inocua.

Él esbozó una sonrisa tan breve que pareció una grieta en su rostro de piedra.

—Te lo debía. —dijo despacio, bajando la voz—. Si no fuera por ti, no estaría aquí ahora.

Ella dejó la mirada en el suelo, jugando con la uña de un dedo.

—Ni siquiera sé quién eres… —murmuró—. Pero sentí que lo necesitabas.

Él vaciló medio segundo, con la palabra rozando la garganta. Luego mintió con naturalidad:

—Ya te lo dije. Vi algo que no debía.

Ella lo observó, intentando leerlo. Había en él algo que no encajaba con la fragilidad de la hora: una mandíbula dura, una mirada que había aprendido a medir el peligro. No quiso indagar. Sonrió y cambió de tema, por instinto protector de sí misma.

—¿Quieres un trago? —ofreció, como quien tira una cuerda para sostenerse.

—Contigo —respondió él, con voz baja.

Se sentaron en la barra. Ella preparó dos vasos de whisky, aquel que sólo enmascaraba la noche. Chocaron las copas en un gesto pequeño y ceremonioso; el líquido le quemó la garganta y le aflojó los hombros. Al principio hablaron poco: frases cortas, nombres que se dieron como quien se intercambia un objeto sin demasiada importancia.

—Me llamo Sabrina —dijo ella—. Puedes decirme Sabri.

—Enzo —respondió él.

Las conversaciones superficiales fueron derribando muros de a poco. Cada risa contenida, cada mirada que se sostenía un segundo de más, cargaba electricidad. El roce accidental de las manos sobre la barra les provocó la misma descarga que producen los relámpagos: un silencio breve que lo dijo todo.

Él no era de los que se permitían confiar. Lo sabía hasta en la punta de los dedos. Le gustaba mantener la distancia, trazar líneas invisibles que nadie cruzara. Sin embargo, al verla temblar —por cansancio, por frío, por el sonido de su propia respiración— algo en él cambió de lugar.

“No recordaba la última vez que había sentido miedo. Pero cuando la vio temblar, comprendió que el miedo podía tener rostro de mujer.”

La frase le llegó como una inteligencia extraña: no reflexión, sino constatar un hecho limpio. No lo hizo más blando, solo más humano por una fracción de segundo.

La música del local se apagó casi sin ruido mientras los últimos clientes se marchaban. El bar quedó en una madrugada que olía a humo, a botellas y a conversaciones que se disolvían. El silencio se volvió cómplice y, entre el velo del humo que flotaba, las miradas se transformaron en una invitación tácita.

—No deberías confiar en extraños —advirtió él con gravedad, inclinándose.

—Lo sé —contestó ella con una sonrisa tímida—. Pero ya lo hice, ¿no?

Él la miró con una intensidad que le atravesó la costumbre. No habló más; acercó sus labios. El beso fue lento, como si quisieran memorizar cada pulso. No era impetuoso, sino deliberado: una exploración que iba de lo superficial a lo profundo, con una paciencia que prometía peligro y cuidado a la vez. Sus manos se apoyaron en su espalda, con la fuerza de quien pretende atarla al presente. Ella respondió entregando un temblor, un gesto que era al mismo tiempo miedo y necesidad.

El bar quedó atrás. La calle los acogió con una brisa fría que les recordó la diferencia entre la pasión y la inconsciencia. Un taxi con la pintura algo gastada se detuvo cuando él levantó la mano. En el trayecto, la ciudad pasó en destellos: escaparates, neones, la respiración contenida de la noche. Ella lo miraba de reojo, con la curiosidad vibrando en la pupila; él miraba la ventana, como si las luces fueran algo que debía vigilar.

—Cinco minutos —susurró en un momento—. Y te prometo que olvidarás todo lo demás.

Ella no supo si creerle. Solo asintió, porque la vida a veces se mide en asientos traseros y promesas arrugadas. Pagó sin apenas mirar, y en el hotel fue todo trámite: un billete, una llave, unas escaleras que crujían. Subieron tomados de la mano, nerviosos, como dos náufragos que buscan una balsa.

El corredor que los condujo a la habitación olía a perfume barato y a polvo. La puerta se cerró tras ellos con un click que sonó demasiado definitivo. Adentro, la luz amarilla del pasillo lo transformó todo en una escena que era suya y, a la vez, ajena. Se miraron en silencio, y entonces la contención se rompió.

Sus manos fueron aprendiendo el mapa del otro: partes expuestas, rutas prohibidas; cada roce removía algo antiguo. La ropa cedió como si las piezas del mundo se desarmaran en el lugar correcto para permitir que eso pasara. Besos que empezaron en la boca descendieron por la mandíbula, por el cuello, dejaron marcas suaves como promesas. Ella arqueó el cuerpo, la respiración se aceleró; él la sostuvo con firmeza, con la paciencia de quien hace muchas cuentas y decide no pagar ninguna.

No hubo prisa al principio: hubo una sucesión de acercamientos y retiradas, de fragmentos de ternura que se mezclaban con arrebatos de deseo. Él fue atento, no siempre frío: aprendió a medir la fuerza con la que la tomaba, a susurrar para calmar los sobresaltos. Ella, sorprendida por su propio atrevimiento, se dejó llevar y, por primera vez en mucho tiempo, se permitió el abandono sin vergüenza.

El encuentro siguió su curso hasta que la noche ya no tuvo otros nombres que no fueran los de sus respiraciones. Cuando la entrega se volvió completa y la vulnerabilidad se mostró sin disfraces, vino la pregunta que quedó suspendida entre ellos como una gota que espera caer:

—¿Eras virgen? —preguntó él, con un susurro que no ocultó la mezcla de sorpresa y algo parecido a ternura.

Sabrina asintió, la boca entreabierta, aun recién salida de un estremecimiento. No dijo nada más. El silencio fue una respuesta que llevaba en sí la fragilidad y el poder al mismo tiempo; la confesión no la hizo más pequeña, solo más desnuda de aquello que ya no sabía cómo proteger.

Él la miró. Por un instante, su dureza se resquebrajó y apareció una promesa velada: protección, sí; posesión, también. La intensidad con la que la sostuvo no era solo de deseo. Había allí un cálculo y una entrega a medias, una contradicción que lo definía. Le dijo sin palabras que estaría atento a su pie, a su aliento, a cualquier indicio de que el gesto se hubiera convertido en dolor.

—Eres mía, Sabri —murmuró en un momento de lucidez y posesión—. No te escaparás de mí nunca.

Ella, entre el jadeo y una risa que no supo si era de incredulidad o felicidad, respondió con una voz quebrada:

—Sí… sólo hazme tuya.

Las palabras sonaron más ingenuas de lo que la situación pedía, pero en esa ingenuidad había honestidad. Lo que siguió no fue una explosión descuidada, sino una unión compleja: deseo que busca consuelo, brazos que intentan anclar, cuerpos que negocian límites por primera vez. Enzo fue firme y cuidadoso; sus manos aprendieron la geografía de su cuerpo sin violencia, más bien con una determinación que tenía tanto de instinto como de cálculo.

Después del clímax, si la palabra pudiera nombrar aquello que vino, vino el silencio sostenido por respiraciones pesadas y latidos a punto de desbordar. Permanecieron abrazados, uno contra el otro como dos piezas que, por unas horas, dejaron de pretender encajar en el mundo. La cama se amoldó a sus formas, el cuarto se llenó del perfume tenue que quedaba después de los cuerpos, de la tela arrugada, de la luz difusa que se colaba por la cortina.

Él, todavía con las manos sobre su espalda, tuvo otros pensamientos breves y claros, como si quisiera puntuarlos para su propia conciencia:

“No sabía si era la costumbre de sobrevivir lo que lo hacía distante, o la certeza de que aceptar el calor de otro era abrirse a un ruina posible. Aquella noche, la vulnerabilidad de Sabri le recordó que había cosas que no podía controlar. Y en vez de huir, se quedó.”

No era una confesión; era un registro interno que apenas dejó huella en la voz. Se sentía extraño, más humano y al mismo tiempo más decidido a mantener cierta distancia. Pero la proximidad de ella, aún después del exceso, consiguió que algo en su pecho se ablandara: el miedo y la ternura compartiendo un mismo espacio.

Sabri lo observó con ojos que buscaban respuestas. Tal vez quería saber si él era de los que se quedaban, o de los que usaban nombres para luego desaparecer. Él la rozó con el pulgar, trazando un gesto que intentaba tranquilizar y poseer a la vez.

—No sé qué vaya a pasar después —dijo Enzo en voz baja—. No prometo nada que no pueda cumplir.

Ella sonrió, porque a veces la honestidad rota basta para sostenerse. Se enroscó en su pecho, escuchando los latidos que le decían que, por ahora, estaba a salvo. Afuera, la ciudad continuó su latido de siempre: sirenas lejanas, algún motor, el murmullo de la madrugada que no exigía explicaciones.

En la habitación quedaban restos de ellos: vasos vacíos, la ropa tirada, la huella de un encuentro que había sido intenso y, en ocasiones, precipitado. Pero también había algo más difícil de enumerar: una sensación nueva que se alojó en la garganta de ambos, un ruido sordo que prometía consecuencias. Los dos, con sus contradicciones, respiraron esa promesa sin saber todavía qué forma tomaría.

La madrugada les ofreció ese lujo: volver a dormirse con la certeza de que, por unas horas, habían sido absolutas posesión y compañía al mismo tiempo. Él, vigilante y sorprendido por su propia falta de frialdad; ella, estrenando una herida que ardía a la vez que curaba. Afuera la ciudad se desdoblaba y seguía andando; adentro, bajo la luz tímida de la lámpara, dos cuerpos se acomodaban a la idea de algo que apenas empezaba a nombrarse: un vínculo que mezclaba peligro y ternura, promesa y amenaza, y la certeza última de que aquella noche ninguno de los dos saldría del todo indemne.

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