Seis semanas habían pasado desde aquella noche que cambió por completo el rumbo de Sabrina.
Seis semanas en las que la ciudad parecía la misma, con su ruido habitual, sus luces intermitentes y su ritmo acelerado, pero en su interior todo había cambiado de forma irreversible. El otoño empezaba a reclamar su lugar con un susurro frío. Las calles estaban alfombradas por hojas secas que crujían bajo los pasos apresurados de los estudiantes que regresaban a sus casas o a sus trabajos, ajenos a lo que ocurría en el corazón de Sabrina. El aire estaba impregnado de ese aroma característico a tierra mojada, mezclado con el humo de los autos y el incierto olor a lluvia que siempre parecía asomarse en los cielos grises y bajos que cubrían la ciudad como una pesada manta. Sabrina salió de la universidad al caer la tarde, cargando los libros contra el pecho como si fueran una barrera contra el mundo que parecía cada vez más ajeno. El viento frío jugueteó con sus cabellos castaños, despeinándolos con descaro, y un estremecimiento inesperado le recorrió la espalda, como una sacudida que la hizo consciente de su soledad. Caminaba rápido, demasiado rápido, con los auriculares puestos, intentando ahogar el ruido que resonaba en su mente, pero ni la música, ni el volumen más alto podían silenciar el eco persistente de un nombre que la torturaba: Enzo. Ese nombre era como una daga invisible que se clavaba una y otra vez en su pecho, una herida que no dejaba de sangrar. Se llevó una mano al estómago, sintiendo un nudo profundo, una presión que le provocó náuseas tan intensas que casi perdió el equilibrio. Sin pensarlo, aceleró el paso con desesperación, buscando el refugio más cercano: el baño de la estación de buses. Cerró la puerta con brusquedad, como queriendo encerrarse en un mundo aparte, y vomitó sobre el lavabo, dejando salir todo el veneno que la consumía desde dentro. El sabor amargo le quemó la garganta y las lágrimas brotaron sin aviso, empañando su vista y mezclándose con la humedad fría del baño. Se limpió la boca con la manga de la chaqueta, temblando. —Basta… —como si pudiera exorcizar el fantasma que la perseguía—. Tienes que sacarlo de tu cabeza. Pero no podía. No importaba cuánto lo intentara, Enzo estaba grabado en su piel, en sus sueños y en cada latido acelerado de su corazón. Era un veneno silencioso que se filtraba en su sangre y la consumía sin remedio. Cuando volvió a su pequeño apartamento, dejó caer los libros sobre la mesa sin cuidado. Se miró en el espejo del pasillo y se encontró con una imagen que apenas reconocía: ojeras profundas marcaban su rostro pálido, sus labios estaban resecos y partidos, y sus ojos, antes vivos y brillantes, ahora parecían dos pozos de cansancio y tristeza. En ese reflejo no veía a una joven de veinticuatro años, sino a alguien que había envejecido prematuramente, arrastrado por un peso invisible. Una parte de ella seguía anclada a aquella noche oscura y dolorosa; la otra, temerosa, trataba de huir sin saber hacia dónde. Suspiró con resignación, se cambió rápidamente y salió rumbo al bar donde trabajaba, como si el movimiento y la rutina pudieran salvarla. El aire estaba aún más frío, y un olor inconfundible a lluvia próxima impregnaba la calle vacía. Caminó con las manos hundidas en los bolsillos, repitiéndose a sí misma que estaba bien, que seguir adelante era la única opción, aunque su alma gritara lo contrario. Al entrar al bar, el aroma a madera vieja, cerveza derramada y humo de cigarro la envolvió con una mezcla de familiaridad y decadencia. Las luces tenues otorgaban al lugar un aire de refugio roto, un santuario para almas cansadas. La barra estaba medio llena, y el murmullo constante de conversaciones y risas se mezclaba con la música suave que salía de un parlante anticuado, creando un fondo perfecto para la tristeza que Sabrina intentaba ocultar. —¡Sabrina! —la llamó Marta, su compañera de turno, una mujer robusta con sonrisa fácil y ojos cálidos que parecían entender más de lo que decía—. Llegas justo a tiempo, la mesa del fondo está pidiendo otra ronda. —Voy —respondió Sabrina con voz baja, esforzándose en ocultar el malestar tras una sonrisa que le costó sostener, como un frágil escudo que se amenazaba con romperse en cualquier momento. Mientras servía vasos y limpiaba la barra, sus pensamientos no dejaban de girar en torno a él. Lo imaginaba cruzando la puerta, acercándose con esos ojos oscuros que parecían leerla sin piedad, sin dejar nada oculto. A veces temía que nunca volvería a verlo; otras, el miedo era que volviera y su mundo se desmoronara por completo. Ese dilema la destrozaba por dentro, desgarrándola en silencio. Al otro lado de la ciudad, un avión privado aterrizó en la pista iluminada del aeropuerto internacional. La noche cubría la ciudad con un manto húmedo y pesado. El aire olía a queroseno mezclado con tierra mojada, una mezcla que parecía anunciar cambios inminentes. Enzo descendió con paso firme, vestido con un traje negro impecable que no dejaba lugar a dudas sobre su poder y determinación. Su rostro, endurecido por semanas de guerra contra enemigos invisibles y reales, no mostraba emoción alguna, pero en sus ojos se podía leer la carga que llevaba encima. Durante esas seis semanas no había tenido respiro: ataques en los puertos, traiciones de aliados, viajes urgentes para proteger territorios. Apenas había dormido, y menos aún había comido. Pero lo que más le pesaba no estaba en los informes de guerra ni en los mapas llenos de anotaciones, sino en una carpeta que había evitado abrir, esa que llevaba su nombre y que contenía la verdad oculta sobre alguien que nunca dejó de rondar su mente. Sabrina Montero. Al llegar a su oficina, se dejó caer en la butaca de cuero y buscó en su escritorio la carpeta, pero para su sorpresa no estaba. —Abel, ¿dónde está esa carpeta? La quiero ahora. —Su voz era firme, casi una orden. Su asistente apareció rápidamente, caminando hacia la caja fuerte con paso seguro. —Disculpe, señor. La guardé en su caja fuerte, son datos muy importantes. —La única traición que me puede matar, es la tuya. —murmuró Enzo, clavando su mirada en Abel, con un tono cargado de advertencia. —Vittorio y Franco se pondrán celosos. —Sí, también de ellos. Ustedes son mi familia. —Una sombra fugaz cruzó su rostro mientras sostenía la carpeta entre sus manos—. Perfecta. Enzo rompió el sello con un movimiento rápido, y el sonido del papel desgarrándose fue casi un suspiro en la habitación silenciosa. El informe era breve pero meticuloso: Nombre: Sabrina Montero. Edad: 24 años. Estado civil: soltera. Antecedentes: huérfana desde la infancia, salió de un orfanato a los 18 años. Ocupación: estudiante de contaduría. Trabaja como camarera en un bar nocturno. Residencia: pequeño apartamento alquilado en el centro. Red de contactos: reducida; una amiga cercana, compañeros de universidad. Enzo pasó los dedos por las páginas con una delicadeza que parecía casi reverencial. Una sonrisa apenas perceptible curvó sus labios. —Huérfana… sola en el mundo. —Su voz sonó grave, casi un murmullo, cargado de algo que ni él mismo supo definir: ¿piedad, deseo, obsesión?—. Perfecta. Abel lo observó con discreción, sin atreverse a preguntar. El silencio en la oficina era espeso, solo roto por el leve chasquido del encendedor cuando Enzo encendió un cigarro. —¿Desea que la sigan, señor? —preguntó Abel, prudente. Enzo exhaló una nube de humo que llenó el aire, lenta, como un presagio. —No. —Su mirada se endureció, mostrando una determinación que helaba—. Quiero verla yo mismo. De nuevo en el bar, Sabrina estaba detrás de la barra, secando vasos con un trapo húmedo, tratando de aferrarse a la rutina para no caer en el abismo que la acosaba. El ruido de la clientela era constante, una mezcla caótica de risas, vasos chocando y el zumbido del viejo ventilador en la esquina. Pero de pronto, un silencio extraño pareció envolverla, una sensación en la nuca que la hizo levantar la mirada, como si el tiempo se detuviera por un instante. La puerta del bar se abrió con un chirrido metálico. El aire frío de la noche se coló dentro, y con él, un hombre alto, de traje oscuro, de pasos seguros y mirada que cortaba como cuchilla. Enzo. Sabrina sintió que el mundo giraba bajo sus pies y que su respiración se detenía por un segundo.