Embarazada del Mafioso
Embarazada del Mafioso
Por: Celina González
Capitulo 1

El reloj marcaba las ocho de la noche cuando Sabrina cerró la puerta de su pequeño apartamento. El aire húmedo de la ciudad la golpeó en el rostro apenas cruzó el umbral, cargado de humo, gasolina y ese inconfundible olor a frituras que se escapaba de los puestos callejeros.

Ajustó la chaqueta sobre los hombros y echó a andar, sujetando el bolso contra el pecho. El asfalto estaba aún tibio por el sol del día, y en los charcos se reflejaban las luces de los anuncios luminosos que titilaban como promesas rotas.

Cinco años habían pasado desde que se había quedado sola en el mundo. Cinco años trabajando como mesera en un bar de mala muerte, sirviendo tragos a desconocidos que la miraban sin verla realmente.

No tenía lujos ni comodidades, pero tampoco se rendía. Cada mañana se levantaba con la misma frase en la cabeza: un día a la vez. No era esperanza, era supervivencia.

—Vamos, nena, tú puedes —se dijo en voz baja, dibujando una sonrisa para engañar al cansancio.

Cruzó la calle entre el ruido de motores y el zumbido lejano de la música que salía de algún local. A su alrededor, la ciudad respiraba en tonos de neón: viva, caótica, peligrosa.

En otra zona, más al norte, el caos tomaba una forma distinta.

Enzo corría entre callejones estrechos, con la respiración entrecortada y el pulso desbocado. Cada músculo de su cuerpo ardía, pero no podía detenerse. El eco de los disparos aún resonaba entre las paredes húmedas, y la adrenalina lo mantenía en pie cuando la cordura amenazaba con derrumbarse.

Habían intentado matarlo. A plena luz del día, frente al restaurante donde debía tener una reunión.

Lo habían acorralado como a un perro.

—¡Malditos! —gruñó entre dientes, girando con brusquedad hacia un callejón lateral.

La sangre le zumbaba en las sienes. Vio fugazmente el cuerpo de uno de sus hombres desplomado en el suelo y un nudo de rabia le cerró la garganta. Habían muerto por él. Y él seguía corriendo.

Los pasos detrás eran firmes, disciplinados. No eran pandilleros, ni rateros improvisados: eran sicarios. Gente profesional, enviada para cumplir una orden sin margen de error. Lo querían muerto. Esa noche.

Giró otra esquina, su respiración era un jadeo ronco que se confundía con el retumbar de las botas que lo seguían. La humedad del aire pegajoso le empapaba la camisa y el olor del alcantarillado se mezclaba con el de la pólvora.

Se detuvo de golpe, apoyando la espalda contra una pared de ladrillos ennegrecidos. Cerró los ojos un instante, intentando escuchar más allá del zumbido en sus oídos. El corazón le golpeaba el pecho como un martillo.

Sacó la pistola del interior de su chaqueta, la revisó por instinto: cargada. El metal frío le devolvió algo de control.

Esperó.

Dos sombras aparecieron al final del callejón. Uno levantó el arma.

El silencio se quebró con el estallido de los disparos.

El sonido seco rebotó contra las paredes, mezclado con el silbido de las balas. Enzo respondió sin pensar, disparando bajo, apuntando a las piernas. El primero cayó con un gemido. El segundo se cubrió tras un contenedor de basura.

El olor a pólvora llenó el aire, ácido, sofocante. Había algo en esa mezcla de sudor, sangre y humo que se le clavaba en la garganta como si la noche misma lo quisiera ahogar.

No dudó. Corrió hacia el sicario que quedaba. Lo empujó con fuerza contra la pared, el golpe resonó como un trueno. Forcejearon; el metal del arma chocó contra el suelo. Un segundo después, un golpe seco lo dejó inconsciente.

Enzo respiró hondo. Sentía las piernas temblarle, pero el instinto no lo dejaba parar. Sabía que había más. Ese era solo el primer grupo. La orden ya estaba dada: Enzo Mancini debía morir antes del amanecer.

Guardó el arma en la funda, limpiando el sudor de la frente con el dorso de la mano. Su pecho subía y bajaba con violencia. Tenía que moverse. Rápido.

A unas calles de distancia, Sabrina avanzaba por una avenida casi desierta. El sonido de sus pasos se mezclaba con el de una sirena lejana y el murmullo de la ciudad.

De pronto, algo cambió en el ambiente. Un ruido de pasos acelerados la hizo detenerse. Eran distintos al ritmo cotidiano del tránsito: pesados, urgentes, desesperados.

Giró la cabeza.

Un hombre corría hacia ella. Su figura emergió de la oscuridad con la respiración entrecortada, las manos ensangrentadas, la camisa pegada al cuerpo. Su mirada la golpeó con la fuerza de una descarga eléctrica: unos ojos oscuros, intensos, llenos de furia… y miedo.

Él se detuvo en seco a pocos metros, doblándose ligeramente, buscando aire. El sudor le caía por la frente en pequeñas gotas que brillaban bajo el farol más cercano. La luz amarillenta reveló manchas de sangre en su ropa y un corte en la ceja.

—Por favor… —su voz sonó ronca, urgente, casi quebrada—. Ayúdame a esconderme.

Sabrina retrocedió un paso, el corazón golpeándole las costillas.

—¿Qué? No… yo… —balbuceó, aferrando su bolso como si fuera un escudo.

Él levantó las manos, intentando mostrar calma, aunque su cuerpo entero irradiaba tensión.

—No te haré daño —dijo despacio, con una voz grave que parecía contener el peso del peligro mismo—. Vi un asesinato. Me persiguen… porque no quieren testigos. Si me atrapan, me matarán.

Mentía. Pero lo hacía con la convicción de un hombre acostumbrado a mentir para sobrevivir.

Sabrina lo observó sin saber qué hacer. Todo en él gritaba peligro, y sin embargo, había algo en su mirada que la desarmaba: una mezcla de súplica y orgullo, de miedo y poder.

Sintió un escalofrío recorrerle la espalda.

Los pasos se escucharon más cerca, acompañados del eco metálico de un arma al ser cargada.

Y sin pensarlo, Sabrina actuó.

—Ven conmigo —susurró, casi sin reconocerse en su propia voz.

Lo tomó de la mano. Su piel estaba caliente, áspera, marcada por la violencia. La sujetó con fuerza, pero sin hacerle daño. Corrieron juntos por la calle, zigzagueando entre sombras, esquivando bolsas de basura y charcos que reflejaban el neón del letrero de un motel barato.

El aire se llenó de ruido: motores, risas lejanas, algún perro ladrando. El corazón de ella latía tan fuerte que sentía que él podía oírlo.

Llegaron a la parte trasera del bar donde ella trabajaba. Era un edificio viejo, con una puerta metálica que siempre se atascaba. Metió la llave con manos temblorosas. El clic del cerrojo sonó más fuerte de lo normal.

Lo empujó adentro.

—No digas nada —le advirtió con voz baja, mirándolo con nerviosismo—. Quédate quieto.

El olor a cerveza derramada y humo de cigarro los envolvió enseguida. El contraste entre el bullicio del interior y el silencio de afuera la hizo sentir mareada por un segundo.

La música se filtraba desde el salón principal: una mezcla de rock viejo y reguetón que hacía vibrar las paredes.

Sabrina respiró hondo, intentando recuperar la calma. Se apartó un mechón de cabello que se le había pegado a la frente.

Enzo observaba cada uno de sus movimientos desde la penumbra del pasillo. Sus ojos recorrían el lugar con rapidez, calculando salidas, rincones, riesgos.

Apoyó una mano en la pared, dejando una mancha de sangre en el yeso descascarado.

—Gracias —murmuró finalmente, su voz grave resonando en el espacio estrecho.

Sabrina asintió sin atreverse a mirarlo demasiado. Había algo inquietante en la forma en que él la observaba: una atención total, casi hipnótica.

—Tengo que trabajar —le dijo con un hilo de voz—. Quédate aquí hasta que todo se calme y… puedas irte.

Se desabrochó la chaqueta, se colocó el delantal y respiró profundo antes de empujar la puerta que daba al salón principal.

El ruido la golpeó de inmediato.

El bar estaba lleno hasta el techo.

Un mar de risas, gritos y música envolvía el lugar. Hombres borrachos chocaban vasos entre sí; mujeres bailaban sobre las mesas, moviendo las caderas al ritmo del bajo; el humo de los cigarrillos flotaba como una neblina azulada bajo las luces parpadeantes.

Sabrina se movía con destreza entre las mesas, esquivando manos atrevidas y esquinas resbaladizas. Llevaba bandejas cargadas de vasos sin derramar ni una gota. Sonreía lo justo, lo suficiente para que los clientes creyeran que todo estaba bien, pero su mente seguía en el pasillo, con el extraño de mirada sombría que había escondido sin pensarlo.

Enzo seguía allí, apoyado contra la pared, observándola a través de la rendija de la puerta.

El ruido del local se colaba hasta su rincón, pero él solo escuchaba el ritmo de su respiración.

Había visto muchas mujeres en su vida. Mujeres hermosas, frías, peligrosas. Pero ella era distinta. Había algo en su forma de moverse, en su mirada contenida, en ese coraje silencioso que la había hecho ayudar a un desconocido empapado de sangre.

Sacó el teléfono del bolsillo con una mano temblorosa.

—Estoy bien —dijo en voz baja, al responder la llamada—. No vengas todavía.

Pausa.

—Sí. Les diré dónde encontrarme después.

Colgó.

El zumbido del bar se mezcló con sus pensamientos. Tenía que irse pronto. No podía quedarse mucho tiempo en el mismo sitio, pero por primera vez en mucho tiempo, no quería moverse todavía.

Su mirada volvió hacia ella, atrapándolo sin remedio.

Había algo hipnótico en la manera en que la luz del bar jugaba sobre su rostro, en cómo su sonrisa profesional ocultaba el cansancio. No sabía por qué, pero sintió que su historia, la de esa mujer que no lo conocía y aun así lo había salvado, iba a cambiarlo todo.

El reloj marcó las Díez y media.

Afuera, la lluvia empezaba a caer sobre la ciudad, arrastrando el polvo y las huellas de sangre del callejón.

Adentro, dos destinos que no debieron cruzarse acababan de entrelazarse sin saberlo.

Y en medio del humo, el ruido y la música, Enzo supo que su noche aún no terminaba.

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