Capitulo 3

La luz de la mañana se filtraba tímida entre las cortinas delgadas del hotel, dibujando líneas doradas sobre las sábanas revueltas. El aire estaba quieto, espeso, cargado de un silencio que dolía. Sabrina abrió lentamente los ojos, sintiendo el ardor de la resaca latiendo en las sienes y un cansancio extraño, pesado, que no provenía del sueño sino de algo más profundo… algo que se había grabado en su piel.

El techo blanco giró unos segundos antes de volverse nítido. Le tomó un instante reconocer el lugar. La habitación no era la suya. Las paredes olían a perfume masculino, cuero y madera; ese aroma la mareó. Por un momento creyó seguir atrapada en el sueño, flotando en la frontera entre la realidad y el recuerdo.

Quiso moverse, pero las piernas no respondieron del todo. El cuerpo le pesaba como si aún lo sintiera sobre ella. Y entonces lo oyó, muy lejos, como un eco. Esa voz grave, oscura, que se le había tatuado en el alma.

El silencio volvió a caer de golpe. Buscó con la mano el costado de la cama, sobre las sábanas tibias, pero solo tocó vacío. Un espacio frío, una arruga solitaria en la tela. El lugar donde él había estado.

Se incorporó despacio, con un nudo formándose en la garganta. El cabello le caía enredado sobre los hombros, la piel aún sensible, marcada por caricias que no sabía si debía recordar o maldecir. El aire olía a sexo y a alcohol, una mezcla espesa que parecía adherirse a las paredes.

—No… no puede ser —murmuró, casi sin voz, con las manos temblándole.

Los recuerdos llegaron de golpe, uno tras otro: su mirada intensa, el roce de su barba contra su cuello, su respiración entrecortada, el sonido ahogado de su propio nombre en sus labios. La noche se desplegó en su mente como una película a la que no podía poner pausa.

Sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Su piel ardía y se erizaba a la vez. Una parte de ella quería creer que todo había sido un delirio provocado por el miedo, por el alcohol… pero el cuerpo no mentía.

Entonces lo vio. Sobre la mesita de noche, bajo el rayo pálido del sol, descansaba un billete doblado. Su corazón dio un vuelco. Lo tomó con dedos trémulos, con el pulso desbocado. Dentro, en una caligrafía firme y elegante, una nota breve:

“Nos volveremos a ver, Sabri.”

Solo eso. Pero esas cuatro palabras bastaron para abrirle una herida invisible.

El corazón le golpeaba el pecho con fuerza. Lo leyó una, dos, tres veces, intentando descifrar lo que había detrás. Era una promesa o una amenaza, no estaba segura. “Sabri”. Solo sus amigos la llamaban así.

Se dejó caer de nuevo sobre la cama, llevando la nota contra el pecho. El papel se arrugó con su respiración acelerada. Cerró los ojos, y todo volvió: el calor de su cuerpo, la manera en que la había mirado como si la conociera de antes, el fuego salvaje que la había consumido.

Nunca había hecho algo así. Jamás. No era una mujer impulsiva, ni alguien que se entregara sin saber el nombre real del otro. Pero lo había hecho. Con un hombre que no conocía, que había irrumpido en su vida con la misma violencia con que ahora la había dejado.

Una punzada de vergüenza se mezcló con el deseo que aún latía bajo su piel. Quiso negarlo, pero sus dedos, por pura inercia, subieron hasta sus labios. Todavía podía sentir el sabor de los suyos.

—¿Quién eres, Enzo? —susurró al aire, con una mezcla de miedo y anhelo.

El silencio le respondió, pesado, como si la habitación guardara secretos que ella no debía conocer.

Se levantó con esfuerzo. El suelo frío bajo sus pies la hizo estremecer. Se metió al baño y abrió la ducha al máximo. El agua caliente cayó sobre su cuerpo, deslizándose como una lluvia purificadora, pero también como un recordatorio. El vapor llenó el espacio con el mismo olor a piel y deseo que intentaba borrar.

Se restregó con fuerza, hasta que la piel le ardió, hasta que el espejo se empañó por completo y no pudo verse el rostro. Cuando por fin cerró el grifo, el silencio volvió, interrumpido solo por el goteo constante del agua.

Frente al espejo empañado, vio el reflejo de una mujer distinta. Su cabello oscuro pegado a la piel húmeda, los labios hinchados, las mejillas encendidas, y en su cuello… marcas. Pequeños rastros de él. De esa noche.

Apretó los labios. Se vistió con la misma ropa de la noche anterior, tratando de no pensar. El vestido tenía olor a humo y a su perfume. Se ajustó la chaqueta y salió sin mirar atrás.

El pasillo del hotel estaba vacío, pero cada paso resonaba como una culpa. Al llegar a la calle, la ciudad la recibió con su ruido habitual: bocinas, voces, el murmullo lejano del tráfico. Todo parecía normal, pero nada lo era.

El regreso a su apartamento fue un trayecto mudo. El taxi olía a desinfectante barato, y la ciudad parecía moverse más rápido de lo que ella podía soportar. Cuando por fin cerró la puerta tras de sí, el silencio la envolvió de nuevo.

Dejó caer el bolso en el sofá y apoyó la espalda contra la puerta, respirando hondo. El corazón aún no se calmaba.

Encendió la televisión buscando cualquier distracción. Cualquier cosa que la sacara de ese torbellino. Pero el destino, caprichoso, tenía otros planes.

La pantalla mostraba imágenes de la noche anterior: un restaurante destrozado, vidrios rotos, sirenas azules y rojas pintando la oscuridad. Una reportera hablaba con tono grave.

—… Un enfrentamiento entre dos grupos mafiosos terminó en una balacera que dejó varios muertos y heridos. Las autoridades sospechan que se trató de un ajuste de cuentas.

Sabrina sintió que el estómago se le encogía. Se acercó a la pantalla, incrédula. Las imágenes eran confusas, rápidas, pero los sonidos… los sonidos eran los mismos que había escuchado aquella noche.

El estallido de los disparos. Los pasos apresurados. La respiración agitada de él, sus palabras: “Vi un asesinato. Me persiguen porque no quieren testigos.”

Demasiado conveniente. Demasiado perfecto.

—¿Mafioso? —susurró, con la voz quebrada.

El aire se le escapó de los pulmones. La posibilidad la golpeó como una bofetada. ¿Y si todo había sido una mentira? ¿Y si ese hombre no era una víctima, sino el verdugo?

Sintió un vacío en el pecho. Las piezas encajaban, pero el resultado era insoportable. Y sin embargo… su cuerpo aún lo recordaba con una fidelidad que la aterraba.

Con el corazón encogido, guardó la nota dentro de un libro en la mesita. No podía tirarla. Era lo único tangible que tenía de él.

—Tengo que olvidarme de ese hombre. No puedo distraerme —dijo en voz baja, aunque ni ella misma se creyó.

Se dejó caer en la cama, buscando cerrar los ojos un par de horas antes de sus clases en la universidad. Pero el sueño no llegó. En su mente solo veía su mirada. Oscura, intensa. Esa forma en que la había observado, como si le perteneciera.

Y en otro punto de la ciudad, él pensaba en lo mismo.

El edificio se erguía imponente, con su fachada de cristal y acero reflejando el amanecer gris. Detrás de esas paredes, un imperio se movía en silencio. Oficinas, corredores, teléfonos sonando, rostros que no se atrevían a mirarlo más de la cuenta.

Enzo observaba la ciudad desde el ventanal de su despacho, con una calma engañosa. Vestía un traje gris oscuro perfectamente ajustado, la corbata suelta, el cabello húmedo peinado hacia atrás. En sus ojos, la serenidad de quien controla el caos.

Sonrió, recordando la noche. El sabor de su piel, su torpeza dulce, el temblor en sus manos cuando la tocó por primera vez. Sabrina.

Un nombre sencillo. Pero en su mente ya tenía dueño.

Golpearon la puerta.

—Adelante.

Abel, su asistente, un hombre alto de mirada fría, entró con una carpeta gruesa entre las manos.

—Toda la información sobre los atacantes, señor. —La colocó sobre el escritorio de madera oscura.

Enzo apenas la miró. Sus dedos tamborilearon sobre la superficie antes de empujarla a un lado.

—Luego la revisaré.

Abel frunció el ceño.

—Con todo respeto, señor, intentaron matarlo anoche.

Enzo levantó la vista con calma. Su voz fue un susurro que heló el aire:

—Y ahora unos están muertos y otros escondidos. El equilibrio se mantiene.

Sacó su celular y deslizó la pantalla. Allí estaba ella. Dormida, con el cabello enmarañado sobre la almohada, la piel desnuda apenas cubierta por las sábanas, y los labios aún hinchados. La fotografía era una trampa de deseo.

El recuerdo lo estremeció.

—Quiero que la investigues —dijo al fin, entregándole el teléfono.

Abel lo miró con una mezcla de sorpresa.

—¿La mujer?

—Sí. Todo. Nombre, dirección, familia, trabajo, contactos. Quiero saber quién es.

—Entendido.

Cuando Abel salió, Enzo se recostó en la silla y encendió un cigarro. El humo se elevó lento, serpenteando hacia el techo.

No sabía por qué ella lo había dejado así. Había tenido muchas mujeres, demasiadas, pero ninguna había logrado quedarse en su cabeza después de cerrar la puerta. Ella sí. Tal vez porque bajo esa inocencia había descubierto fuego. Tal vez porque, cuando la tuvo entre sus brazos, algo dentro de él también se quebró.

Dos horas después, Abel regresó con otra carpeta, más delgada, pero suficiente.

—Aquí tiene, señor.

Enzo la tomó, dispuesto a abrirla, cuando la puerta se abrió de golpe. Franco y Vittorio irrumpieron con el rostro tenso.

—Jefe, malas noticias —dijo Franco—. Están robando una de nuestras cargas en el puerto.

La calma desapareció. La mirada de Enzo se endureció como acero.

—¿Quién?

—Creemos que es López.

Ese nombre bastó. La furia se encendió tras sus ojos.

—Preparen los autos —ordenó, con una voz grave que no admitía réplica—. Esta vez no habrá segundas oportunidades.

Tomó la carpeta con los datos de Sabrina y la guardó en el cajón. Luego se ajustó la chaqueta, encendió otro cigarro y salió.

El eco de sus pasos resonó como un presagio. Afuera, los motores rugían encendidos, listos para la guerra.

El puerto olía a sal y petróleo, iluminado apenas por los reflectores oxidados que parpadeaban entre la niebla. Los contenedores se alzaban como sombras dormidas.

Enzo descendió del auto. El aire húmedo le golpeó el rostro.

—Muévanse. —Su voz fue un trueno contenido.

Los disparos no tardaron. El estruendo de las balas rebotó entre los contenedores. Enzo avanzó sin prisa, con la pistola firme en la mano. Cada disparo era certero, limpio.

El olor a pólvora se mezcló con el de la sangre. Su respiración era profunda, controlada, mientras el caos se desplegaba a su alrededor.

Vittorio apareció junto a él.

—Están retrocediendo.

—No los dejen escapar.

Un último disparo. Luego, silencio.

Franco llegó jadeando.

—La mercancía está intacta, jefe.

Enzo asintió. Su mirada seguía fija en el horizonte oscuro.

—Mándale un mensaje a López. —Su voz era baja, cortante—. Si vuelve a tocar lo mío, lo haré arder todo.

Encendió otro cigarro. El humo se elevó, disipándose en el viento húmedo.

Y, entre la pólvora y la oscuridad, una imagen cruzó su mente: Sabrina, sonriendo tímida, mirándolo sin saber que ya era su condena.

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En su pequeño apartamento, Sabrina despertó de su siesta con el timbre del celular. El sol de la tarde teñía la habitación de un dorado cálido.

Se vistió para la universidad con movimientos mecánicos. Pero al mirarse en el espejo, lo recordó. Lo sintió.

Su piel, sus labios, su nombre en su boca.

Suspiró, llevando una mano al pecho.

—Tengo que seguir con mi vida… —susurró.

Pero en algún lugar de la ciudad, un hombre ya había decidido lo contrario.

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