Una hora. Una hora había pasado desde que la ambulancia, camuflada y anónima, se había esfumado en la neblina matutina, llevándose consigo la última chispa del linaje Bianchi. El aroma salino y fresco de la costa se había vuelto pesado, mezclándose con el tufo a miedo, pólvora latente y la sangre seca de Giulio.
Franco y Vittorio se encontraban de pie en el vestíbulo, el gran salón que minutos antes había sido testigo del colapso emocional de Sabrina y la furia contenida de sus guardianes. La pistola de Franco seguía en la alfombra persa, un pedazo mudo de metal en un mar de lujo, un símbolo de la rendición de su alma. La mansión Bianchi, normalmente un monumento a la opulencia y el poder, se sentía ahora como un sepulcro de mármol. El sol, más alto ahora, proyectaba franjas de luz despiadada sobre los muebles cubiertos de polvo fino, revelando la ausencia. La ausencia de Enzo. La ausencia forzada de Sabrina.
Vittorio se arrodilló lentamente, recogió el arma y la guardó sin hacer ruid