El sol de la mañana se arrastraba perezosamente por los ventanales de la mansión Bianchi. Sabrina, sedada por el terror de la noche y la promesa de unas vacaciones, había logrado conciliar un sueño superficial. Abajo, en la sala de seguridad, la atmósfera era de expectación fría.
Cinco horas habían transcurrido desde la hora de la supuesta negociación en el yate. Cinco horas de silencio absoluto. No había llamadas, no había informes de éxito, ni la habitual ráfaga de mensajes encriptados. La ausencia de comunicación era, para Franco y Vittorio, una señal más clara que cualquier grito de guerra.
Franco, el cancerbero de corazón de piedra, estaba al borde. Caminaba de un lado a otro del anexo de seguridad, sus pasos resonaban como el repique de un tambor de ejecución. Su mandíbula estaba apretada, y sus ojos, fijos en la pantalla vacía de un monitor, ardían con una mezcla de impaciencia y presentimiento.
—Esto no es normal, Vittorio —gruñó Franco, deteniéndose bruscamente—. Si el trato