El aire en el ático de la Torre Vityaz, en pleno corazón financiero de Moscú, era tan espeso y gélido como el vodka de grano puro. No era el frío invernal de la ciudad, sino la helada ambiental que emanaba del hombre sentado frente al ventanal blindado que ofrecía una vista vertiginosa del río Moskva congelado.
Konstantin Volkov era un hombre de contradicciones pulidas: vestía un traje de Brioni tan inmaculado que parecía una segunda piel, pero sus ojos azules tenían el brillo implacable de un cazador en la taiga. Tenía un aire de sofisticación europea, pero la brutalidad que se extendía a su alrededor era inequívocamente siberiana.
La habitación era oscura, dominada por una sola fuente de luz: la gran pantalla táctil que flotaba sobre su escritorio de obsidiana. En ella, la imagen estática de un cráter humeante, un agujero negro y obsceno en la idílica costa italiana, era el único ornamento. Era la imagen de la Mansión Bianchi, o lo que quedaba de ella.
Un hombre joven, de movimient