El ala oeste de la mansión estaba envuelta en una penumbra elegante. El pasillo que conducía a la biblioteca era más estrecho y silencioso, como si estuviera diseñado para aislar el conocimiento del ruido del mundo. Cuando Sabrina abrió las dobles puertas de madera de nogal, se detuvo en el umbral, su aliento quedó suspendido.
El impacto sensorial fue inmediato y abrumador.
No era solo una habitación, era un santuario. El aire interior era denso, fragante con el aroma embriagador del cuero antiguo, el papel envejecido y un sutil toque de cedro proveniente de la chimenea que ahora estaba apagada. La luz del día se filtraba a través de vitrales de colores tenues, proyectando manchas caleidoscópicas de ámbar, azul y escarlata sobre la moqueta persa.
Las paredes, desde el suelo hasta el techo de doble altura, estaban revestidas con estanterías de caoba oscura que albergaban miles de volúmenes. Los lomos de los libros, en diversos idiomas y estados de conservación, brillaban bajo la luz di