– JULIÁN HERRERA
Me desperté con un fuerte dolor de cabeza. Todo el cuerpo me dolía, como si hubiese sido golpeado por la vida misma. Permanecí unos minutos más acostado, intentando juntar fuerzas para levantarme. Miré a mi alrededor… y lo recordé todo.
Maldita sea…
Odiaba recordar. Odiaba esa imagen que aún me quemaba en el pecho: Mariela, en brazos de otro hombre, su sonrisa, su traición, su mentira. Apreté los ojos con fuerza, queriendo borrar el recuerdo, pero ya era parte de mí.
De pronto, la puerta se abrió. Mariela entró despacio. Me miró. Yo también la miré, sin emoción alguna en el rostro.
—Buenos días… —dijo en voz baja—. Te traje una sopa… y esta pastilla para la resaca. Te caerá bien.
Me incorporé en la cama, suspirando con resignación. Tomé el vaso de agua y la pastilla que me ofrecía. Se sentó a mi lado con la bandeja, como si nada hubiera pasado.
Tomé la sopa. Unos cuantos sorbos bastaron para que la amargura regresara a mi lengua.
—¿Por qué, Mariela? —dije, sin mirarla