Paulette ladeó la cabeza y sus ojos verdes se clavaron en los míos con una intensidad que me hizo contener la respiración, hubo un silencio cargado de preguntas sin formular, una parte de mí percibía que no era solo curiosidad lo que se reflejaba en su mirada, sino algo más profundo, un atisbo de emoción contenida que ni ella misma comprendía.
Fui yo quien rompió el momento, tomando aire para observar de nuevo el interior del vagón.
—¿Sabes cuántas personas viajan aquí? —pregunté, entrecerrando los ojos mientras observaba el vagón vacío. La duda se instaló en mi mente como un eco persistente, haciéndome sentir una extraña incomodidad.
Ella negó con la cabeza.
—Vi a un anciano sentado más atrás, pero nada más —sus palabras se desvanecieron en el aire helado mientras recorría el vagón igualmente con la mirada. La sensación de vacío era inquietante, como si aquel lugar hubiese sido abandonado hace mucho tiempo—. Este lugar está… casi desierto.
El recuerdo de la mirada del anciano me produjo un pequeño escalofrío.
Me giré para confirmar si seguía en el mismo lugar, pero desde nuestra posición no se veía más que su sombrero. Los focos seguían parpadeando, proyectando sombras temblorosas en el pasillo.
El traqueteo se volvió más pronunciado, como si el tren estuviera ganando velocidad, a través de la ventana, divisé formas difusas que podrían haber sido casas o edificios, pero no reconocí nada en absoluto, y la niebla no ayudaba.
Cada tanto, miraba mi reloj de pulsera, ese que heredé de mi abuelo, un objeto que me gustaba por su estilo clásico. Eran las 23:57 cuando subí al tren y, según ese reloj, seguían siendo las 23:57.
—Esto no tiene sentido —murmuré, dándole un par de toques para ver si se había detenido, el segundero no avanzaba, estaba congelado.
Paulette me mostró la pantalla de su teléfono móvil con un gesto de incredulidad, la hora marcada era la misma, 23:57. La señal de la batería parecía estática, se nos erizó la piel a ambos en ese instante.
—Debe ser una coincidencia… ¿o no? —dijo con una risa nerviosa que se quebró al final.
Me quedé en silencio, dentro de mí, sentía que algo mucho más grande estaba ocurriendo, algo fuera de la lógica y de la razón.
—Quizá es la temperatura —farfullé, frotando mis manos en un intento de entrar en calor—. El frío puede afectar el funcionamiento de los relojes y los teléfonos.
Pero ni yo mismo creía esa excusa.
Entonces, sentí el leve crujir del suelo, y el anciano apareció por el pasillo, caminaba con pasos lentos y casi ceremoniosos, como si cada movimiento estuviera calculado, sus ojos seguían fijos en mí, o al menos así lo sentí yo.
—Vaya, somos pocos esta noche —comentó con una voz grave, apenas un murmullo.
Paulette y yo intercambiamos una mirada de desconcierto.
“¿Se estaba dirigiendo a nosotros o simplemente estaba haciendo un comentario al aire?”
El anciano se detuvo a medio pasillo, clavó la vista en el suelo y luego levantó la cabeza.
Me pareció que sonreía, aunque su expresión era tan tenue que costaba adivinarlo.
—Es la primera vez que veo este tren —dije, buscando algún indicio que me orientara entre la neblina densa que envolvía el tren—. ¿Lo conoce usted? —pregunté mirándolo con incertidumbre, sintiendo un leve escalofrío al notar lo inmenso que era aquel tren, casi desproporcionado para la cantidad de pasajeros a bordo.
Algo no encajaba, y la sensación de ir a un destino desconocido sin control alguno me erizó la piel.
El hombre inclinó la cabeza, pensativo.
—Digamos que he viajado muchas veces en él, aunque es difícil precisar cuántas —contestó con un tono enigmático.
Sus palabras me perturbaron, sentía la urgencia de sacarle más información, pero la atmósfera se volvió opresiva de repente, como si una fuerza invisible nos rodeara.
—¿Está yendo lejos? —preguntó Paulette, intentando sonar cordial.
—Sí… muy lejos —respondió el anciano, mirándola con esos ojos oscuros que parecían contener décadas de historias, luego, hizo un gesto con la mano, como dándonos a entender que continuaríamos hablando más adelante, y se fue al siguiente vagón
Me quedé con el corazón latiendo con fuerza, sin saber por qué.
Apenas había intercambiado un par de frases con él, pero sentí un peso extraño en el ambiente, como si hubiéramos sido advertidos de algo.
Paulette pareció notar mi tensión y posó una mano sobre mi brazo, un gesto cálido y humano que me sorprendió por su espontaneidad.
—Tranquilo —dijo ella con una sonrisa fugaz, aunque su mirada delataba una ligera duda—. Puede que solo sea un tipo excéntrico, ¿no crees? —añadió, como si intentara convencerse a sí misma tanto como a mí.
Asentí sin responder, aunque por dentro sentía que nada de esto era una simple casualidad.
El tren siguió avanzando, su traqueteo iba volviéndose cada vez más hipnótico, a través de la ventana, la neblina se espesaba, ocultando casi por completo cualquier referencia externa, miré de nuevo mi reloj, seguía marcando las 23:57.
Paulette suspiró y apoyó la cabeza contra el respaldo.
—No sé por qué… pero siento que este viaje será más largo de lo que imaginamos.
La miré con atención, su tono no era de queja ni de temor, sino de resignación, como si ya supiera algo que yo aún no comprendía.
El vagón crujió ligeramente y las luces titilaron una vez más.
El tren, indiferente a nuestras dudas, continuaba su marcha en la noche infinita.
Sin embargo, algo en mi interior me decía que ese anciano no era simplemente un excéntrico. Había en torno a él un halo, una especie de serenidad casi sobrehumana que intimidaba, decidí que lo mejor era no pensar demasiado en eso, al menos por ahora, mi mente ya estaba lo suficientemente confundida con todo lo que sucedía.
Cambiamos de tema, y le pregunté a Paulette más detalles sobre su viaje, tratando de normalizar la situación, me contó que vivía en las afueras, cerca de una zona residencial tranquila, y que rara vez tomaba trenes tan tarde, pero debido a su nuevo trabajo tendría que hacer la excepción, me sentí identificado, también yo estaba fuera de mi rutina habitual.
Cada palabra que pronunciaba me resultaba inquietantemente familiar, como si en otra vida ya hubiera escuchado su voz.
Al mismo tiempo, despertaba en mí un deseo de saber más, de entender por qué me parecía tan familiar, pero no quise abordarlo de manera directa; hubiese parecido un loco si le decía que
“tal vez te conozco de antes, aunque no sé de dónde ni por qué”.
El traqueteo no cesaba, y por el ventanal solo veíamos neblina y sombras, era como si el paisaje no cambiara nunca.
Los minutos pasaban, y mi reloj seguía detenido en 23:57.