La llegada de los vampiros había alterado profundamente la atmósfera de aquel territorio de lobos; incluso los árboles parecían haber tomado distancia de su propia sombra. Cuando Kaiser Casper y sus acompañantes cruzaron la puerta de la casa destinada para los invitados, el silencio fue inmediato. No un silencio cómodo, sino uno contenido, vigilante, como si cada pared hubiese estado escuchando.
Laia Dilorion caminó hacia el interior sacudiendo su cabello con aire de superioridad, mientras Nesta Areth se dedicaba a inspeccionar cada rincón con mirada meticulosa. La señora D’Arvigne fue la última en entrar, cerrando la puerta con un gesto suave digno de su personalidad.
Todos aguardaron. Todos esperaron que el rey vampiro se pronunciara, Kaiser se detuvo en medio de la sala principal. No necesitó elevar la voz. No necesitó mostrar los colmillos. Su presencia bastó para que cada una de las vampiras se mantuviera firme, expectante, casi rígida.
—Ninguna de ustedes —dijo con calma a