La luz del amanecer se filtraba por las altas ventanas, Xylos se hundió por última vez en Vecka, un gruñido ronco escapando de su garganta mientras se derramaba dentro de ella. Ella exhaló un suspiro largo y tembloroso, sus piernas aún enredadas en su cintura, los dedos clavados en su nuca. El aire olía a sexo y lavanda. El alfa se dejó caer a su lado, el pecho agitado. Su mano ciega buscó el vientre abultado de ella y lo acarició con reverencia.
—Hoy llegan los complicados.... vampiros purasangre —murmuró él, la voz ronca por el placer y la preocupación—. Kaiser Casper, ya te hablé sobre él, pero debo añadir que es tan viejo que recuerda cuando los lobos corrían desnudos. La señora D’Arvigne, una enemiga en potencia, Nesta Areth, quien odia a muerte a Zayden por matar algunos de sus hijos. Y… Laia Dilorion.
Se detuvo un segundo de más. El nombre le quemó la lengua como plata líquida. Hace siglos atrás, cuando Xylos apenas tenía 20 años, conoció a aquella vampiresa de sangre pura La